jueves, 31 de marzo de 2011

Iniciativa México y el derecho al 'miedo'

De un tiempo para acá, a partir de que Felipe Calderón decidió que su política pública más importante sería la “guerra contra el narcotráfico” y ante su evidente fracaso, hemos escuchado y leído constantemente el pedido y/o la exigencia de la moderación en el manejo de la información. Tal pedido/exigencia puede verse desde dos perspectivas: 1) se trata de un mecanismo de censura que tiene como finalidad mantener/mejorar/limpiar la imagen del gobierno “en situación de guerra”; o/y 2) se trata de una estrategia tendiente a posibilitar la reproductibilidad de la vida social a partir de la premisa de que pro-vocar “miedo” en la población impide que las personas puedan continuar con el ritmo “habitual” de su cotidianidad. En todo caso, a pesar de que la segunda opción podría parecer que tiene cierta lógica, me parece que además de estar ante lo que en otro texto he llamado “la administración ideológica de la libertad de expresión en tiempos de normalización democrática” (http://bit.ly/fWkRwl), estaríamos, desde mi perspectiva, en presencia de una “política” que se mete en lo más profundo de nuestra intimidad, que nos arrebata la fuerza crítica originada en el “miedo”. Según mi idea (bueno, en realidad no es mía; el presente texto tiene como pre-texto la entrevista que le hizo Carmen Aristegui a un allegado de Javier Sicilia), aunque para muchos el miedo no es sino un síntoma de la irracionalidad que si llega a dominarnos terminaría por neutralizar nuestra voluntad, a mi me parece que en realidad el miedo nos avisa sobre algo “malo” que está ocurriendo en la realidad; sobre la irracionalidad que priva en ella, lo que nos permite reactivar nuestra conciencia crítica que a través de la administración/racionalización de la información había sido mediatizada.



Y vamos, no estoy descubriendo nada nuevo. En realidad lo que escribo ahora no es sino un reacomodo de ciertos supuestos planteados desde finales del siglo mediados del siglo XIX y hasta principios del siglo XX por los llamados maestros de la sospecha, quienes des-cubieron que la racionalidad como “esencia” del hombre no había sido sino un mecanismo discursivo/ideológico de naturaleza confesional por medio del cual entramos en relación con nuestra intimidad para “transformar nuestra alma” (M- Foucault); para hacernos virtuosos a través del dominio de la razón sobre nuestras emociones. El gran des-cubrimiento de estos “maestros” fue haber descubierto lo irracional en lo racional, es decir: haber develado las violencias implicadas en el proceso de racionalización del mundo y de la vida, violencias de diversa índole pero todas tendientes al aseguramiento de un “estado de las cosas”. En otro texto (http://bit.ly/g8mpaE), en el que hago un análisis sobre la necesidad de desmoralizar lo público, planteo justamente, a partir de Nietzsche y Foucault, cómo la moralización del individuo ha implicado un proceso de refinamiento de la violencia, pensado este proceso como una forma de racionalización de la autocomprensión que implica no ceder ante las emociones, lo que en términos sociales podríamos plantear como un mecanismo de ideologización que conduce a un pacto (pactum = pauta) por medio del cual una sociedad filtra sus más profundos temores e instaura formas sociales de relación que hace posible su reproductibilidad.



Ahora bien. Lo anterior tiene, por supuesto, sus ventajas. No voy a ser yo el que venga a anatemizar (posmodernamente) el proceso de racionalización. En todo caso, la idea es clarificar los “motivos” y la “función” individual y social del miedo. Vamos: decir que la conciencia tiene un lado “oscuro” (en tanto que escapa a la racionalidad y a la racionalización) no implica decir que no somos racionales, sino que eso que escapa a la comprensión racional también tiene y da “sentido” (que valga la paradoja en tanto que eso que es irracional ya está siendo sometido, en mi texto, a un proceso de racionalización), en tanto que el miedo, el temor, ante lo que en la realidad aparece como “irracional” (la violencia y sus consecuencias) activa en nosotros formas de reflexión adormecidas por su racionalización/administración. La idea es que aquello que se aparece como “irracional” en la realidad, al ser racionalizado/administrado/burocratizado, y aunque no sea percibido como algo normal, es mediatizado de modo tal que termina por ser invisibilizado. La realidad es, entonces, lo que la racionalidad dice que es. Lo que es irracional, al escapar de la racionalidad, no-es y como tal termina por ser “negado”, maquillado, atenuado, en función de que el miedo no desactive nuestra voluntad de sociabilidad.



Pero aquí está el error, porque no hay discernimiento entre el “miedo” y el “terror”. No es el miedo lo que escapa a la racionalidad y neutraliza la voluntad, sino el terror. El miedo, en su forma negativa, conduce a ese terror que mina la reflexión y desactiva la voluntad. Pero el miedo, en su forma positiva, como decía anteriormente, avisa sobre lo que en la realidad está mal y activa un proceso de reflexión crítica que abre a la acción; hace posible que la conciencia devele lo que en el proceso de racionalización había quedado oculto, negado. El miedo, sobre todo cuando es compartido, puede conducir a “lo peor”, al terror colectivo, pero también a “lo mejor”, es decir: a clarificar lo real para darle otro sentido. Un individuo y una sociedad sin “miedo” tienden a la inmovilidad. Por el contrario: un individuo y una sociedad capaces de sentir miedo son “síntoma” de la voluntad de vivir que nos posee. Paradójicamente, el exceso de racionalidad y racionalización conducen a la pérdida de “sentido”, pensando que el “sentido” es el que nosotros damos; que no es algo que nos viene de fuera fatalmente y ante lo que nada podemos hacer. Vamos: el “miedo” en su lado positivo es un mecanismo de defensa, es verdad; pero en una perspectiva “abierta” no es una mera función instintiva de autopresenrvación, sino el “dato” que “abre” la realidad en tanto que nos dice que “algo está mal y que debería ser distinto”. Vamos: la función del miedo, sobre todo cuando es com-partido, abre la conciencia en su parte más crítica. Es, para decirlo de forma muy simple, un “buen comienzo”.



Y es aquí donde me gustaría regresar al principio. Decía que el presente texto usa como pre-texto lo planteado esta mañana por una persona entrevistada por Carmen Aristegui. El entrevistado, de forma escueta pero lúcida, planteaba justamente lo que he definido aquí como “nuestro derecho al miedo”. El tema surgió precisamente por lo sucedido con el hijo de Javier Sicilia, asesinado recientemente en el estado de Morelos. Lo dicho, claro está, viene a cuento por lo de Iniciativa México, que no es sino una forma voluntaria de censura, maquillada de “moderación”. Pero permítanme hacer un breve recuento de la entrevista:



Carmen Aristegui preguntaba al entrevistado sobre la no comprobada existencia de una cartulina con un mensaje de los asesinos que, parece ser (dicen, riesgo que asumo), consiste en una amenaza para aquellos que denuncian la delincuencia. La charla giró entonces. Ya no se trataba solamente de “saber” lo que decía el mensaje, sino de plantear la función que puede tener el saber el contenido del mensaje. Desde la perspectiva de los medios firmantes de Iniciativa México, “publicar” el contenido los haría cómplices involuntarios de los asesinos y, además, generaría, irresponsablemente, un sentimiento de temor en la población. Es justamente a esto a lo que me refiero cuando hablo de la racionalización como administración/burocratización de la realidad, en este caso: de la violencia. El temor de esos medios y del gobierno es que esa violencia, irracional, desordene la realidad social. Y es aquí donde viene lo interesante, porque la irracionalidad de la violencia y el miedo que genera, ha sido justamente lo que ha activado la protesta. Claro, por un lado está la solidaridad y la empatía. Pero por otro lado está el miedo egoísta (si se quiere) a que este tipo de violencia, que mata gente “inocente”, un día llegue a las puertas de nuestras casas.



Tenemos entonces ese ámbito de compasión, solidaridad y empatía que nos conmueve, pero también ese gesto egoísta que es el miedo. Tal vez el miedo no sea el factor más importante, pero es “factor”, se encuentra allí en la ecuación que se traduce en “protesta social”, que también desordena el mundo racionalizado/burocratizado desde el poder político y económico (que para el caso no están separados, sino completamente articulados, ahora y siempre). Vamos: no todos se “mueven” por la vía de la compasión, la empatía y la solidaridad; a muchos los mueve el miedo y lo hace de formas distintas. En algunos casos habrá quienes opten por salir a comprar una pistola para resguardo de sus vidas; en otros saldrán a las calles a exigir al gobierno a dar término a la violencia. Lo deseable es que buena parte de nuestras acciones, en relación con el otro, se originen en nuestra capacidad de ser compasivos, empáticos y solidarios. Pero lo deseable no siempre es lo real y también vale que la gente se mueva por ese sentimiento egoísta, por el miedo. Y a esto es justamente a lo que me refería a que el miedo, a diferencia del terror, no escapa completamente de la racionalidad, porque nos activa, nos mueve. En el miedo todavía hay un margen de maniobra que ayuda a la comprensión. El riesgo es que éste derive en terror, porque ese o paraliza o conduce a situaciones indeseables.



La cuestión es que tenemos derecho al miedo. Pero en una sociedad donde gobierno y medios administran la información, ya sea por cuestiones ideológicas e inclusive hasta morales, ese miedo es mediatizado. Vamos: medios y gobierno ya no sólo administran la información, sino nuestra sensibilidad, porque han terminado por moralizar nuestras emociones, definiendo cuáles son esos sentimientos “nobles”, buenos, que debemos sentir, y cuáles son aquellos malos, “vulgares”, que debemos evitar. No voy a decir (aunque es posible suponerlo) que gobierno y medios estén actuando de mala fe; simplemente quisiera resaltar las posibles consecuencias negativas del hecho: una sociedad postrada en la inmovilidad.


sábado, 19 de marzo de 2011

Desmoralizar lo público. Reflexiones éticas para políticos idiotas

A finales del siglo XIX Friedrich Nietzsche, filósofo y filólogo alemán, creó una de las sentencias más famosas de la historia: “Dios ha muerto”. Con este sentencia Nietzsche, a diferencia de lo que muchos creen, no intentaba sino describir en pocas palabras el proceso abierto en la modernidad con la emergencia del Sujeto que, con el desplazamiento de Dios como sede y origen del sentido, habría colaborado en el proceso de secularización de las imágenes producidas antes de la modernidad. Sin embargo, jugando un poco con las figuras, tal Sujeto no sería sino un punto intermedio. El Sujeto como tal, en el largo proceso de conformación cultural occidental y particularmente de su moral, era un paso que conduciría a otra etapa en la que el mismo requería ser extinguido por la carga metafísica que todavía contenía. La muerte de Dios es, al mismo tiempo, la muerte del Sujeto, es decir: la muerte de la metafísica como el sustento ideológico de la cultura occidental. ¿cómo pudo Nietzsche llegar a tales conclusiones? Aunque la respuesta no es simple, intentaré simplificarla: Nietzsche pudo llegar a éstas gracias a un método que, como lo dice una profesora mía, no es sino una perspectiva crítica que tiene como finalidad encontrar el momento en que aparecen ciertas ideas y conceptos. Se trata de ir entonces de adelante para atrás para explicar el cómo y el por qué surgen o se crean ciertas ideas y conceptos que organizan nuestras formas de relación con el mundo y con los otros.


Este método lo aplica de forma muy interesante para estudiar la moral. ¿Qué des-cubre Nietzsche en relación con esto? Algo que en realidad en términos actuales nos parece muy simple: que la moral no tiene origen (Unsprung) en el sentido tradicional, sino que es un producto que se da en un momento determinado de la historia. Frente a las posiciones que identifican la moral como parte de la naturaleza humana, Nietzsche plantea que la moral es una invención, un momento de ruptura con “algo anterior” que forma un nuevo tipo de historicidad y subjetividad, aunque en este caso no importa tanto la detección del origen origen de la moral, sino reconocer qué la hace posible ese origen y cómo se se reproduce, porque si bien la moral fue el mecanismo que encontró el ser humano para preservar la vida y evitar su destrucción, su origen no fue menos violento y su proceso de refinamiento menos tortuoso. Tendríamos que decir entonces que si la moral sólo pudo surgir en el momento en que el ser humano fue capaz de orientar sus tendencias hacia aquello que una comunidad reconocía como favorable, esto indica que la comunidad opera como conciencia que decide lo que es favorable para la preservación y reproducción de la vida. La comunidad es lo que ordena; la individualidad lo que desordena. La moral entonces surge como mecanismo de moralización del individuo, proceso largo y tortuoso en el que la comunidad como conciencia va imponiéndose a los impulsos y a los deseos, de modo tal que interiorizando la voz de la comunidad, el individuo llega a creer que actúa libremente.


Así, la finalidad de la moral es someter la conciencia individual a la grupal. Su origen es “discursivo”, en tanto que rompe con formas anteriores que se consideraban nocivas para la preservación de la vida. Nace entonces como mecanismo de control y vigilancia de las acciones y va, en el proceso, refinándose hasta convertirse en un mecanismo de control y vigilancia de la intimidad del individuo. En términos foucaultianos, en este proceso histórico de refinamiento de la moral los seres humanos hemos sido obligados a entrar en una relación de tipo confesional con nuestra intencionalidad y nuestra intimidad, todo en función de transformar “nuestra alma” para hacerla virtuosa; para convertirnos en algo distinto de lo que somos. La mejor forma de gobernar la intencionalidad y la intimidad de las personas es a través del autogobierno, es decir, haciéndoles pensar que no están siendo gobernadas sino que sus decisiones son libres; autónomas y autárquicas.


Ahora bien. Lo anterior tiene como finalidad mostrar, simple y llanamente, que la moral es en realidad una creación histórica sujeta a la transformación. No es mi intención extinguir la moral, sino desmitificarla, hacerla operativa en el presente desde otra perspectiva. Para ello vale la pena hacer la pregunta que alguna vez la formularon a Foucault: ¿es posible una moral no represiva? A esto podemos responder desde dos perspectivas: la de Foucault y la de Rorty.


En el primer caso, el de Michel Foucault, siguiendo la ruta trazada por Nietzsche, la respuesta es afirmativa. Es decir: es posible construir una moral no represiva siempre y cuando ésta no tenga como base religión, la razón o la tradición. ¿Es esto posible? Sí, si ésta es aprehendida como una estilización estética de la vida, es decir, una moral basada en la libertad individual que ceda en sus intenciones de determinar la conducta del otro. El referente para esta nueva moral la encuentra en la ética grecolatina, cuyo ideal, estético, consistía en la necesidad de vivir una vida bella y dejar a los demás recuerdos de una bella existencia.


Sin embargo, aquí surgen algunos problemas. ¿Es posible que dicha aprehensión sea aceptada socialmente? Veamos: en esta misma sociedad existen individuos que vivven según un ideal estético, pero que siempre se encuentran con el obstáculo de que dicho modo de vida no es aceptado socialmente. ¿Cómo sería esto posible en un medio social y cultural que presiona constamente al individuo a tomar la senda del bien? Pareciera que para que un individuo pueda ser irracional y esteticista, requeríamos una transformación de orden social, lo que nos conduce a otro problema: para que grupos y personas puedan vivir según un ideal estético, pareciera necesario desmoralizar la sociedad, o al menos generar conciencia de que no existe tal cosa como "la moral", sino distintas creencias morales.


Es en este momento que me gustaría sacar a colación la propuesta del neopragmatista norteamericano Richard Rorty, que como buen pragmatista parte también del desfondamiento de las certezas metafísicas. En este caso, ya no se trataría de una transformación de la moral sino de una demarcación de sus límites. Lo que se busca es la convivencia entre lo privado y lo público; una sociedad en el que el individuo pueda ser autónomo, esteticista, irracional y original y al mismo tiempo ser un buen ciudadano que busca la justicia y el bienestar general. Vamos: ya no se trataría de hacer buenas a las personas, sino de crear buenos ciudadanos.


Y es aquí donde viene lo que me interesa. Para lograr esta sana convivencia es necesario demarcar dónde comienzan y terminan lo público y lo privado, entendiendo de principio que ambas son esferas separadas que tienen que permanecer como tales en función de que lo público no interfiera en la autocreación de la vida invididual y lo privado no interfiera en la construcción de lo público. Para esto, la esfera de la moral queda como una competencia del individuo y lo político como competencia del ciudadano. Vamos: si lo político no puede interferir en la autocreación de la vida individual, tampoco se puede ordenar lo político desde el cuerpo de creencias individuales que llamamos moral. Lo público debe respetar la intimidad del individuo y lo privado no puede llevarse a ley general.


Y es este segundo punto el que me interesa. Porque, ¿qué pasa cuando lo moral y lo político se mezclan? Vamos a clarificar un poco el significado de la pregunta, pensando sobre todo que para muchos no puede haber política sin actitudes morales. La cuestión es: ¿qué sucede en el momento en que las creencias acerca de lo que es moralmente bueno o malo afectan de forma fundamental (reitero en lo de fundamental) lo que es bueno o malo en términos políticos y sociales? Mi perspectiva, que me lleva a hacer un deslinde entre lo moral y lo político, es que hacer política desde una perspectiva moral nos lleva a situaciones políticas y sociales indeseables. Siendo así, frente al sentido común que dice que la buena política parte de la moral, vale preguntar: ¿es posible hacer política sin moral?, ¿cómo se pueden buscar beneficios para la sociedad sin una idea acerca de lo que es bueno?


Frente a lo primero digo que es posible, siempre y cuando, relacionado con lo segundo, en sociedades políticamente seculares (no sólo laicas) pensemos “lo bueno” no como algo dado de una vez y para siempre, como algo que se da en el origen, sino como algo que se construye socio-históricamente. El político, que es el encargado de generar, mantener o transformar marcos institucionales y legales, debe pensar su actividad como de orden racional, lo que implica pasar por un proceso de racionalización ética de su creencia moral, con lo que no quiero decir otra cosa que el político debe cobrar plena conciencia de sus creencias en general en función de que dicha claridad permita que sus creencias personales no afecten ni determinen de modo absoluto sus decisiones. Vamos: siempre subyace cierta dimensión moral. No es posible ni deseable la aniquilación de lo moral en la vida de nadie, pero en función de la cosa pública las decisiones deber pasar por el filtro de la reflexión consciente y crítica del lugar moral e ideológico desde el que se piensa y se dice.


Entonces vale la pena volver a preguntar: ¿es posible hacer política desde la creencia moral? Creo que no, porque es imposible crear desde una moral aquellos marcos institucionales y legales que permitan la convivencia de diferentes morales; no es posible crear marcos institucionales y legales desde la creencia moral que parte del principio de que el otro está mal justamente por sus creencias morales. La moral es algo relativo a la deliberación y a la acción personal. Lo mismo aplica para el juicio moral. Vamos: no emitir juicios sobre la conducta y la vida de los demás se antoja imposible. Pero el juicio moral sólo puede ser eso; un enunciado axiológico emitido desde una perspectiva personal que si bien califica a otros no implica que esos otras tengan que asumir una conducta o un modo de vida diferente. No se puede obligar a los otros a asumir otra moral (a menos que lo haga por convencimiento) y no se les puede castigar por mantener las propias (con reclusión o exclusión).


De nuevo: en el horizonte liberal, aplicar medidas legales por lo que se piensa y se dice desde un mundo de creencias, es una contradicción. La creencia moral es un ámbito personal que puede ser interpelado moralmente, que puede ameritar juicios morales, pero que no puede ser invadida por lo público. Pero se trataría también de ir de regreso. Lo público, para el caso, también es el límite de lo privado. Así como esta esfera no puede ser invadida, tampoco se puede superponer lo privado a lo público; no se puede ordenar lo público desde un mundo particular de creencias sin generar violencioa. Vamos: el mundo de creencias que conforma una moral no puede universalizarse sin más.


Al final del día, en sociedades con marcos institucionales y legales de tipo liberal, las personas que tienen ciertas creencias morales y que actúan de conformidad con ellas (siempre y cuando no afecten lo público “en verdad”) deberían irse a su casa sin el temor de ser sancionadas ni legal ni políticamente por sus diferencias morales. Lo moral se debe quedar en casa y si sale no debe servir para ir de caza. Cuando la moral sale de casa para ir de caza, estamos en el borde o ya de plano en la imposibilidad de la sociabilidad y del fascismo (para que vean cómo me tomo muy en serio eso del fascismo).


p.d. Queda sin embargo un elemento pendiente: ¿esto implica que todo mundo puede hacer lo que quiera en tanto que se encuentra en el ámbito de lo privado?, ¿cómo hacer política y establecer reglas sin la orientación de “lo bueno”? No es sencillo, pero pienso que esto pasa necesariamente por la aceptación del principio de que lo que es bueno para unos no es bueno para otros. ¿Ello quiere decir que entonces la regla es que todo mundo haga lo que quiera? La respuesta es que no, pero que lo bueno socialmente establecido debe atender necesariamente a lo que es bueno para cada quien. ¿Y si eso que es bueno para quien incluye discriminar y violentar? Entonces la regla se aplica en tanto que se reconoce que lo bueno para uno no puede incluir discriminar o violentar a otro. Allí Rorty formula tres preceptos morales bajo los que el individuo puede dirigirse: 1) la solidaridad, 2) la no crueldad y 3) la no humillación. Sin embargo subiste el problema sobre quién da contenido a dichos preceptos. Allí, de algún modo, es el punto en el que se engarzan lo público y lo privado, lo que nos lleva a un callejón del que no podríamos salir si no recurriéramos a las éticas del discurso. Pero ese es otro tema.