De un tiempo para acá, a partir de que Felipe Calderón decidió que su política pública más importante sería la “guerra contra el narcotráfico” y ante su evidente fracaso, hemos escuchado y leído constantemente el pedido y/o la exigencia de la moderación en el manejo de la información. Tal pedido/exigencia puede verse desde dos perspectivas: 1) se trata de un mecanismo de censura que tiene como finalidad mantener/mejorar/limpiar la imagen del gobierno “en situación de guerra”; o/y 2) se trata de una estrategia tendiente a posibilitar la reproductibilidad de la vida social a partir de la premisa de que pro-vocar “miedo” en la población impide que las personas puedan continuar con el ritmo “habitual” de su cotidianidad. En todo caso, a pesar de que la segunda opción podría parecer que tiene cierta lógica, me parece que además de estar ante lo que en otro texto he llamado “la administración ideológica de la libertad de expresión en tiempos de normalización democrática” (http://bit.ly/fWkRwl), estaríamos, desde mi perspectiva, en presencia de una “política” que se mete en lo más profundo de nuestra intimidad, que nos arrebata la fuerza crítica originada en el “miedo”. Según mi idea (bueno, en realidad no es mía; el presente texto tiene como pre-texto la entrevista que le hizo Carmen Aristegui a un allegado de Javier Sicilia), aunque para muchos el miedo no es sino un síntoma de la irracionalidad que si llega a dominarnos terminaría por neutralizar nuestra voluntad, a mi me parece que en realidad el miedo nos avisa sobre algo “malo” que está ocurriendo en la realidad; sobre la irracionalidad que priva en ella, lo que nos permite reactivar nuestra conciencia crítica que a través de la administración/racionalización de la información había sido mediatizada.
Y vamos, no estoy descubriendo nada nuevo. En realidad lo que escribo ahora no es sino un reacomodo de ciertos supuestos planteados desde finales del siglo mediados del siglo XIX y hasta principios del siglo XX por los llamados maestros de la sospecha, quienes des-cubieron que la racionalidad como “esencia” del hombre no había sido sino un mecanismo discursivo/ideológico de naturaleza confesional por medio del cual entramos en relación con nuestra intimidad para “transformar nuestra alma” (M- Foucault); para hacernos virtuosos a través del dominio de la razón sobre nuestras emociones. El gran des-cubrimiento de estos “maestros” fue haber descubierto lo irracional en lo racional, es decir: haber develado las violencias implicadas en el proceso de racionalización del mundo y de la vida, violencias de diversa índole pero todas tendientes al aseguramiento de un “estado de las cosas”. En otro texto (http://bit.ly/g8mpaE), en el que hago un análisis sobre la necesidad de desmoralizar lo público, planteo justamente, a partir de Nietzsche y Foucault, cómo la moralización del individuo ha implicado un proceso de refinamiento de la violencia, pensado este proceso como una forma de racionalización de la autocomprensión que implica no ceder ante las emociones, lo que en términos sociales podríamos plantear como un mecanismo de ideologización que conduce a un pacto (pactum = pauta) por medio del cual una sociedad filtra sus más profundos temores e instaura formas sociales de relación que hace posible su reproductibilidad.
Ahora bien. Lo anterior tiene, por supuesto, sus ventajas. No voy a ser yo el que venga a anatemizar (posmodernamente) el proceso de racionalización. En todo caso, la idea es clarificar los “motivos” y la “función” individual y social del miedo. Vamos: decir que la conciencia tiene un lado “oscuro” (en tanto que escapa a la racionalidad y a la racionalización) no implica decir que no somos racionales, sino que eso que escapa a la comprensión racional también tiene y da “sentido” (que valga la paradoja en tanto que eso que es irracional ya está siendo sometido, en mi texto, a un proceso de racionalización), en tanto que el miedo, el temor, ante lo que en la realidad aparece como “irracional” (la violencia y sus consecuencias) activa en nosotros formas de reflexión adormecidas por su racionalización/administración. La idea es que aquello que se aparece como “irracional” en la realidad, al ser racionalizado/administrado/burocratizado, y aunque no sea percibido como algo normal, es mediatizado de modo tal que termina por ser invisibilizado. La realidad es, entonces, lo que la racionalidad dice que es. Lo que es irracional, al escapar de la racionalidad, no-es y como tal termina por ser “negado”, maquillado, atenuado, en función de que el miedo no desactive nuestra voluntad de sociabilidad.
Pero aquí está el error, porque no hay discernimiento entre el “miedo” y el “terror”. No es el miedo lo que escapa a la racionalidad y neutraliza la voluntad, sino el terror. El miedo, en su forma negativa, conduce a ese terror que mina la reflexión y desactiva la voluntad. Pero el miedo, en su forma positiva, como decía anteriormente, avisa sobre lo que en la realidad está mal y activa un proceso de reflexión crítica que abre a la acción; hace posible que la conciencia devele lo que en el proceso de racionalización había quedado oculto, negado. El miedo, sobre todo cuando es compartido, puede conducir a “lo peor”, al terror colectivo, pero también a “lo mejor”, es decir: a clarificar lo real para darle otro sentido. Un individuo y una sociedad sin “miedo” tienden a la inmovilidad. Por el contrario: un individuo y una sociedad capaces de sentir miedo son “síntoma” de la voluntad de vivir que nos posee. Paradójicamente, el exceso de racionalidad y racionalización conducen a la pérdida de “sentido”, pensando que el “sentido” es el que nosotros damos; que no es algo que nos viene de fuera fatalmente y ante lo que nada podemos hacer. Vamos: el “miedo” en su lado positivo es un mecanismo de defensa, es verdad; pero en una perspectiva “abierta” no es una mera función instintiva de autopresenrvación, sino el “dato” que “abre” la realidad en tanto que nos dice que “algo está mal y que debería ser distinto”. Vamos: la función del miedo, sobre todo cuando es com-partido, abre la conciencia en su parte más crítica. Es, para decirlo de forma muy simple, un “buen comienzo”.
Y es aquí donde me gustaría regresar al principio. Decía que el presente texto usa como pre-texto lo planteado esta mañana por una persona entrevistada por Carmen Aristegui. El entrevistado, de forma escueta pero lúcida, planteaba justamente lo que he definido aquí como “nuestro derecho al miedo”. El tema surgió precisamente por lo sucedido con el hijo de Javier Sicilia, asesinado recientemente en el estado de Morelos. Lo dicho, claro está, viene a cuento por lo de Iniciativa México, que no es sino una forma voluntaria de censura, maquillada de “moderación”. Pero permítanme hacer un breve recuento de la entrevista:
Carmen Aristegui preguntaba al entrevistado sobre la no comprobada existencia de una cartulina con un mensaje de los asesinos que, parece ser (dicen, riesgo que asumo), consiste en una amenaza para aquellos que denuncian la delincuencia. La charla giró entonces. Ya no se trataba solamente de “saber” lo que decía el mensaje, sino de plantear la función que puede tener el saber el contenido del mensaje. Desde la perspectiva de los medios firmantes de Iniciativa México, “publicar” el contenido los haría cómplices involuntarios de los asesinos y, además, generaría, irresponsablemente, un sentimiento de temor en la población. Es justamente a esto a lo que me refiero cuando hablo de la racionalización como administración/burocratización de la realidad, en este caso: de la violencia. El temor de esos medios y del gobierno es que esa violencia, irracional, desordene la realidad social. Y es aquí donde viene lo interesante, porque la irracionalidad de la violencia y el miedo que genera, ha sido justamente lo que ha activado la protesta. Claro, por un lado está la solidaridad y la empatía. Pero por otro lado está el miedo egoísta (si se quiere) a que este tipo de violencia, que mata gente “inocente”, un día llegue a las puertas de nuestras casas.
Tenemos entonces ese ámbito de compasión, solidaridad y empatía que nos conmueve, pero también ese gesto egoísta que es el miedo. Tal vez el miedo no sea el factor más importante, pero es “factor”, se encuentra allí en la ecuación que se traduce en “protesta social”, que también desordena el mundo racionalizado/burocratizado desde el poder político y económico (que para el caso no están separados, sino completamente articulados, ahora y siempre). Vamos: no todos se “mueven” por la vía de la compasión, la empatía y la solidaridad; a muchos los mueve el miedo y lo hace de formas distintas. En algunos casos habrá quienes opten por salir a comprar una pistola para resguardo de sus vidas; en otros saldrán a las calles a exigir al gobierno a dar término a la violencia. Lo deseable es que buena parte de nuestras acciones, en relación con el otro, se originen en nuestra capacidad de ser compasivos, empáticos y solidarios. Pero lo deseable no siempre es lo real y también vale que la gente se mueva por ese sentimiento egoísta, por el miedo. Y a esto es justamente a lo que me refería a que el miedo, a diferencia del terror, no escapa completamente de la racionalidad, porque nos activa, nos mueve. En el miedo todavía hay un margen de maniobra que ayuda a la comprensión. El riesgo es que éste derive en terror, porque ese o paraliza o conduce a situaciones indeseables.
La cuestión es que tenemos derecho al miedo. Pero en una sociedad donde gobierno y medios administran la información, ya sea por cuestiones ideológicas e inclusive hasta morales, ese miedo es mediatizado. Vamos: medios y gobierno ya no sólo administran la información, sino nuestra sensibilidad, porque han terminado por moralizar nuestras emociones, definiendo cuáles son esos sentimientos “nobles”, buenos, que debemos sentir, y cuáles son aquellos malos, “vulgares”, que debemos evitar. No voy a decir (aunque es posible suponerlo) que gobierno y medios estén actuando de mala fe; simplemente quisiera resaltar las posibles consecuencias negativas del hecho: una sociedad postrada en la inmovilidad.