miércoles, 22 de diciembre de 2010

Reflexiones sobre el uso de la violencia a partir del caso Ceballos

Supongamos que el secuestro de Diego Fernández de Cevallos fue cierto. También supongamos que los secuestradores tienen un ascendente ideológico que permite pensar el suceso desde una dimensión política. En este sentido, atendiendo a lo dicho (que el suceso tiene una dimensión política, o para decirlo de otro modo: social) me gustaría que el presente se leyera como algo que si bien no puede desligarse por completo del suceso, no tiene por qué quedar anclado a éste en su desarrollo. El suceso es, simplemente, un punto de partida que funciona como excusa para pensar el tema de la violencia, sobre la legitimidad de su uso en contexto de marginación, explotación y de pobreza, por otros sujetos que no son propiamente el Estado, y que en el comunicado de los exmisteriosos desaparecedores aparecen agrupados en esa figura ambigua denominada como “pueblo” (el problema es cómo entender esto del “pueblo”. Para no eludir y resolviendo el problema de “no ser Estado” usará el concepto no como populus sino como pauper).
Por lo dicho, me gustaría recitar las palabras de Bertold Brecht al comienzo del comunicado. Va del siguiente modo:
"Los clásicos no establecieron ningún principio que prohibiera matar, fueron los más compasivos de todos los hombres, pero veían ante sí enemigos de la humanidad que no era posible vencer mediante el convencimiento. Todo el afán de los clásicos estuvo dirigido a la creación de circunstancias en las que el matar ya no sea provechoso para nadie. Lucharon contra la violencia que abusa y contra la violencia que impide el movimiento. No vacilaron en oponer violencia a la violencia."
Me parece que la cita de Brecht, por su sencillez y honestidad, nos permite romper muchos esquemas mentales (políticos) con los que veníamos trabajando, provenientes en buena medida de las teorías clásicas de las justicia. Y vaya: no es Brecht en sí mismo, sino su aplicación a una situación concreta que ha terminado por desdecir fórmulas teóricas que han sido hispostasiadas y a las que hemos terminado por subordinar la realidad. Efectivamente, los clásicos de la filosofía pensaron en función de la construcción de una sociedad en el que el uso de la violencia no fuera “provechoso”, pero admitían que en muchos de los casos ésta es la única forma de detener a los que hacían uso de la misma de forma arbitraria. De allí provienen, por ejemplo, las figuras del “filósofo gobernante” en Platón, del Leviatán en Hobbes y del gobernante en Locke, claro está, con sus respectivos matices. Para estos teóricos, la violencia es indeseable, pero aunque así también es necesaria, de allí que su indeseabilidad no implica de hecho que sea innecesaria, sino lo innecesario de su uso sin sentido (perdón por la cantinfleada). Lo arbitrario de la violencia no está marcado por la violencia en sí, sino por su uso egoísta, es decir: irracional, sin sentido, sin sustento.
Lo que quiero decir es que el uso de la violencia no desaparece ni teórica ni prácticamente. En todo caso se relocaliza y se juridiza (¿está bien decirlo o así o me estoy pasando con los neologismos). Lo que desaparece en todo caso es su uso arbitrario, irracional, sin sentido, provechoso (dice Brecht); la violencia como pulsión egoísta producto del deseo del individuo por poseer lo que posee el otro y que se ha ganado con su arduo trabajo. Otra forma de violencia, racional diríamos, o racionalmente controlada, suplanta la violencia como pulsión natural. Ese tipo de violencia no es entonces provechosa; tiene un sustento y un sentido, que es el de producir y reproducir la vida. Es la violencia monopolizada por el Estado, como ese subjectum jurídico que ordena el mundo de relaciones y que evita el uso provechoso y egoísta de la violencia.
Aquí el problema es que a la tradición que ha pensado el tema de la violencia se le han escapado algunos detalles. El primero y más simple tiene que ver con el ámbito ideológico desde el que emerge su teoría. Sobre todo en la modernidad, donde la teoría aparece con estatus de cientificidad, se pensó que lo ideológico había sido dejado de lado, como si en principio la teoría no respondiera sino a sí misma y no a una imagen o idea de mundo. La ruptura epistémica en la modernidad se pone como a priori que organiza el mundo de relaciones, sin reflexionar que paralelo a la ruptura epistémica se va formando el mundo de relaciones que de algún modo determina la construcción del conocimiento. Para decirlo de forma sencilla, la teoría tiene un sustrato ideológico no visible en primera instancia, lo que pone en tela de juicio las pretensiones de objetividad de las teorías que surgen en relación con el contexto socio-histórico, incluidas las teorías políticas y sus formas de considerar la violencia.
A estos teóricos también se les escapó un elemento que a simple vista parece una nimiedad, que es el problema de la clase. No quiero por el momento meterme mucho en el asunto, salvo repetir brevemente un hecho fundamental que hasta el momento sólo ha observado Marx, que es el reconocimiento de que todo Estado defiende los intereses de la clase dominante. El Estado, en su forma jurídica e institucional, histórica, no es una instancia neutral. Como en casi todo, el Estado también está penetrado por lo ideológico, de modo tal que el uso de la violencia resulta provechoso para la clase dominante. La institucionalización de la violencia no es sino una forma jurídica que autoriza moral y jurídicamente al Estado a usarla a favor de algunos y en detrimento de otros. Para decirlo de modo simple, de la misma forma como muchos hablan de la imposibilidad de que Dios sea violento y de que en todo caso es justo, desde esta perspectiva, ya arraigada profundamente en nuestra cultura política, nuestro régimen político (social) y jurídico no produce violencias, sino reparte justicia.
Ahora. Los dos puntos anteriores van de la mano. El Estado como única instancia legítima tanto moral como políticamente que puede o no usar de la violencia, requiere de formas teóricas que den dicha legitimad moral y política. Y lo anterior no es poca cosa. Más allá de mostrar la indisoluble relación entre saber y poder, lo que se pone es el elemento volitivo común en ambas esferas que derivan en una forma o un estilo de gobernar. Foucault, por ejemplo, no habla sólo de saber y Nietzsche no sólo habla de poder, sino de una voluntad de saber determinada por algo que está más allá del saber mismo, posiblemente relacionado con la voluntad de poder. Vamos: el saber mismo de lo social no tiene un ritmo propio, sino que se relaciona con algo externo que funciona como determinación; y el poder requiere de bases teóricas para darse sentido y permanencia, encontrando en el saber de forma ideológica (aparato ideológico del Estado).
Así, la monopolización de la violencia por parte del Estado tiene un correlato teórico y discursivo que hay que desmenuzar. No es éste el espacio para hacerlo. Pero su importancia radica en contraponer teórica y discursivamente otra forma de pensar que dé amplitud al tema de la violencia, porque no queda claro que en el proceso de hegemonización de la violencia por parte del Estado hayamos llegado a un punto en que otras formas de violencia carezcan de legitimidad. En la ilusión democratista es así: nosotros, el pueblo, tenemos que actuar siempre de forma ética, cumpliendo con el deber, más allá de lo que podamos recibir a cambio de este cumplimiento. (Evidentemente aquí estoy recuperando a Kant, quien nos dice algo así como “que tu voluntad brille como una joya por sí misma más allá de lo que puedas obtener a través de ella”. La idea es similar: nosotros el pueblo, como voluntad general, debemos brillar como una joya, debemos ser buenos, más allá de lo que recibamos a cambio.) Es decir: tenemos la obligación de respetar la ley, no usar la violencia por ejemplo, so pena de ser juzgados como inmorales e ilegales o transgresores de la ley. Vaya: hemos cedido el uso de nuestro poder; lo hemos cambiado por el voto, como forma civilizada de dirimir el conflicto, como si el conflicto social producto de la pobreza y la explotación pudieran dirimirse discursivamente o parlamentariamente.
Sin embargo la cosa no es tan simple. Inclusive en los clásicos de la filosofía política el pueblo o la sociedad tienen un margen de derecho al uso de la violencia. ¿Cuándo? Ahí las respuestas varían. En algunos casos, cuyo pensamiento perdura hasta la actualidad, la sociedad tiene derecho a ejercer la violencia si el Estado no cumple con su misión: la protección de la propiedad. El Estado tiene el monopolio de la violencia para sancionar al que usurpa la propiedad de otros. Si el Estado no protege ese derecho, la gente tiene derecho a rebelarse (es como si hubieran presentido que algún día llegarían Marx y los anarquistas y se anticiparan para mostrar la inviabilidad teórica y práctica de cualquier proyecto de propiedad colectiva y comunitaria). En este caso la sociedad no puede rebelarse por cuestiones sociales. La desigualdad, al ser natural, implica que también lo es la pobreza, de la cual se sale sólo con arduo trabajo. De nuevo, hasta que llegó Marx se hizo claro que en el capitalismo esto es imposible, precisamente porque al convertirse el trabajo en mercancía (una mercancía más) y el hombre en un ser explotado, la idea de que éste se supera personalmente a través del trabajo resulta contradictoria con la realidad, lo que revela la teoría como mera ideología.
En el sistema que vivimos hay una violencia ideológica que se traduce en violencia material; o una violencia contra la vida que se legitima a través de la producción científica (de los social) y discursiva. La pobreza es en sí misma una forma de violencia; lo es más si a esa pobreza le sumamos el hecho de la explotación. Todavía es peor si le sumamos el factor ideológico que naturaliza tanto la pobreza como la explotación (construcción de subjetividad). Y allí, cuando el pobre explotado no tiene nada que perder, el uso de la violencia se torna derecho, porque el sistema impide de forma violenta la reproducción de la vida de las personas. ¿Por qué? Porque al sistema no se le convence; tiene el poder, el saber y las técnicas (jurídicas e institucionales) para autorreproducirse, y no cederá estas “tecnologías” porque ello entrañaría su muerte.
Y aquí es a donde quería llegar. La sociedad tiene derecho al uso de la violencia si el sistema no permite la reproducción material de la vida y por el contrario lo obstaculiza. Esto podría tener relación con lo dicho por Hobbes: la sociedad tiene derecho a rebelarse si el Estado no cumple con su papel de preservar la vida de las personas o bien las pone en riesgo inminente. Claro que Hobbes no llega a tanto. Aquí me parece que el tema adquiere mayores dimensiones con Marx, para quien el capitalismo es violencia por naturaleza y la única forma de salir de ella es a través de la transformación del modo de producción. Claro que dicha transformación implica el uso de la violencia que es considerada, desde una perspectiva liberal, como algo injustificable y sancionable. Pero regreso: esto último no es sino un supuesto ideológico que tiende al mantenimiento de un estado de las cosas, un estado generalizado de violencia en tanto que pone en riesgo la vida de las personas.
¿Cuál es el problema? Que no consideramos el estado de las cosas, nuestro mundo de relaciones, como formas violentas. Liberalismo y neoliberalismo (primos/hermanos) han normalizado la pobreza y la explotación de modo tal que hemos aprendido a convivir con éstas pensándolas como naturales. Claro: cuando aparecen por ahí quienes dicen que eso no tiene nada de natural, que las cosas no tienen por qué ser así y que no lo serán, son vistos como delirantes, amargados, resentidos, promotores de la lucha de clases y demás imbecilidades. Pero el problema no es de creencia o de credibilidad, sino de atreverse a pensar por los caminos adecuados la realidad y la historia (o la realidad socio-histórica). Cuando se logra eso, es posible pensar que la injusticia es una forma de violencia que sólo puede ser combatida, en muchos casos, con violencia. Con ello regreso a la frase de Brecht:
Los clásicos no establecieron ningún principio que prohibiera matar, fueron los más compasivos de todos los hombres, pero veían ante sí enemigos de la humanidad que no era posible vencer mediante el convencimiento. Todo el afán de los clásicos estuvo dirigido a la creación de circunstancias en las que el matar ya no sea provechoso para nadie. Lucharon contra la violencia que abusa y contra la violencia que impide el movimiento. No vacilaron en oponer violencia a la violencia.
¿Cómo convencer a los dueños del capital y a los gobernantes de que cambien? ¿Acaso podemos llegar a un punto en que ya demostrada la injusticia de nuestro mundo de relaciones tomen una opción distinta? Frente a su voracidad, ¿tenemos el deber de ser éticos según lo entienden liberales/neoliberales/democratistas y renunciar a cambiar las cosas teniendo como horizonte la dignificación de la vida de todas las personas? Muchas veces, sólo con gestos violentos se puede romper con la violenta petrificación sistémica que hace de la vida algo indigno de ser vivido. La violencia, si bien es indeseable, tiene asideros éticos y políticos, ya sea desde una moralidad del poder (por ejemplo, desde la perspectiva de un Platón, un Hobbes o un Locke, que son parte de esa tradición que definiría como moralidad del poder, es decir, que justifican la violencia como acción institucional del Estado y la violencia social como parte de un orden natural) o desde una eticidad de la protesta (a la que pertenecen aquellos que revelan justamente el carácter violento de la estructura política y legal y contraponen violencia a la violencia), todo pasa por la óptica y la racionalidad de quienes la justifican.
Y es allí donde me parece que está la “novedad” del comunicado de los exmisteriosos desaparecedores. Entrecomillo lo de “novedad” porque es novedoso en un ámbito de naturalización extrema de las relaciones sociales en el capitalismo, donde la violencia ha sido puesta fuera del alcance de quienes la padecen en primera instancia de forma ideológica, una violencia que afecta a la conciencia, uniformándola, haciéndola incapaz de contraponer fuerza a las estructuras que imposibilitan el libre desarrollo de la vida de las personas. La sociedad ha aceptado “libremente” la imposición de ciertas formas de relación; las ha asimilado como mecanismos naturales de relación hasta que éstas son percibidas como las únicas posibles. Pero además pone en juicio una de las ficciones generadas por el triunfo del liberalismo, que es la idea de que la violencia de abajo hacia arriba es innecesaria e injustificada en tanto que tenemos hoy mejores vehículos para desde el sistema modificar la realidad social, como el diálogo y el convencimiento, lo que si bien resulta deseable sólo es posible en situaciones de equidad no sólo en términos jurídicos y políticos, sino económicos.
Y bueno, ¿para qué tanto rollo? Va en lo siquiente: ¿qué podríamos desear para un criminal de la talla de Diego Fernández de Cevallos? El encierro, como a cualquier otro criminal? Claro que para eso hay instituciones y marcos jurídicos y constitucionales. Pero, ¿qué pasa cuando el “estado de derecho” funciona para proteger a estos altos criminales? Porque algo es seguro: Fernández de Ceballos nunca mirará una cárcel por dentro. Y no sólo éste, sino muchos otros políticos que se sirven del poder cedido en contra de la vida de las personas que lo cedieron. Cuando la aplicación del derecho es injusto, ¿qué hacer? Cuando el pueblo pierde su soberanía y se convierte en medio de satisfacción de quien detenta el poder político, es decir: cuando el pueblo pierde el poder y quien se instala en su lugar no puede ser convencido (según razones) o persuadido (según emociones), ¿qué debe hacer el “pueblo”? Vamos, reitero: la violencia, como hemos visto, tiene asideros éticos y políticos, pero estos no operan o no deberían hacerlo sólo de un lado. Cuando el pueblo es desprovisto del poder y bien su poder (cedido mediante el voto) funciona contra el pueblo, éticamente y políticamente también es suyo el derecho a usar la violencia. ¿Es deseable? No. Pero ética y políticamente queda justificado. ¿En verdad? Me parece que sí y me parece que lo es más allá de lo que yo pueda sentir y pensar a propósito. Ese derecho no lo define el teórico, el gobernante ni el empresario, sino aquellos que se encuentran en esa condición de pobreza y explotación.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Medios masivos y normalización democrática

19 de septiembre de 2009
La propaganda fue en la época del nazismo, el fascismo y el estalinismo el mejor mecanismo de control y disciplinamiento ideológicos. Sin embargo, a pesar de sus efectos trágicos sobre la vida y la conciencia humanas, el fenómeno de la propaganda no ha sido un ejercicio únicamente europeo. América Latina no ha sido ajena a dicha instrumentación. Un ejemplo: los medios masivos de comunicación fueron fundamentales en la consolidación de regímenes dictatoriales y/o totalitarios desde la Patagonia hasta el Río Bravo. La transmisión del miedo no hubiera sido posible sin la presencia de medios que difundieran cotidianamente la imagen de ese enemigo que amenazaba la existencia y la libertad de las personas. Con los fenómenos de transición y normalización democrática aquellas anomalías se han pensado superadas: a decir de muchos hoy vivimos una existencia plena, por lo menos en relación con fenómenos básicos como la libertad de expresión, 1) como si la libertad se restringiera a la expresión y 2) como si la libertad fuera solamente política sin llegar a la alteración del orden económico. La paradoja se expresaría del siguiente modo: no puedes tragar pero tienes que agradecer que le puedes mentar la madre al presidente. Lo que llamo la “reducción liberal de democracia” consiste precisamente en ese disciplinamiento de la conciencia que intenta convencernos de que éste es el mejor de los mundos posibles (¿fin de la historia?).
Ahora, ¿quiénes son los encargados de disciplinar ideológicamente al público y cuáles son los medios que utilizan? Los encargados de disciplinar son los que llamo “estrellas del sistema”: periodistas, analistas políticos, economistas, historiadores, encuestadores e inclusive intelectuales y artistas. Son estos “letrados” los encargados de interpretar la realidad política, social y económica; los que poseen el logos para dar claridad del tiempo y de las cosas y, desde su panóptico, de producir y/o reproducir la cadena de discursos (mitos, símbolos e imágenes) que disciplina las conciencias. ¿De qué modo? A través de los medios masivos. De allí viene la denominación de “estrellas del sistema”: los mismos rostros y las mismas voces que vemos y escuchamos cotidianamente. Y no sólo lo hacemos a través de un solo canal: el mismo rostro en la televisión es la misma voz en la radio y el mismo rostro y la misma voz se convierten en la misma pluma en el periódico, la revista y, actualmente, también en la internet. La estrella del sistema ya no es en la actualidad el político, el sacerdote o el maestro, sino aquel que nos acompaña cotidianamente a la hora de la comida, mientras vamos a nuestro trabajo e, inclusive, cuando nos bañamos o hacemos nuestras necesidades. Las figuras del político, el sacerdote y el maestro han sido substituidas por otras que, sin embargo, siguen cumpliendo un papel profético y mesiánico. Es el caso de los periodistas, los politólogos y los economistas que aparecen cotidiana y virtualmente “frente” a nosotros para decirnos 1) cómo va el mundo, 2) cómo va a ir y, según el caso, 3) cómo no va y cómo debería de ir. Los medios y sus estrellas son los nuevos mecanismos de disciplinamiento y vigilancia y todo aquello que puede considerarse valioso para ser difundido pasa necesariamente por ellos.
Sin embargo esto no es tan fácil ni sencillo; es un proceso largo. Dentro de ese proceso el sistema cuenta con un elemento: la transformación del “ciudadano” en “público”; un público que mira, escucha y (a veces) lee sin posibilidad de replicar o interpelar al que habla y escribe. No hay un verdadero proceso comunicativo y esa falta la subsanan, según su creencia, dialogando con las cabezas de grupos sociales que no son sino las cabezas visibles de grupos visibles y hegemónicos, o bien dialogando entre ellos, es decir: entre las “estrellas del sistema” que apareciendo en mesas y foros crean la ilusión de estar en lugares distintos cuando, en realidad, frente a nosotros aparecen en el mismo lugar y diciendo lo mismo: en la tele, la radio, el periódico, la revista y /ahora en la internet.
Así, es posible observar que con los fenómenos de la transición y la normalización democrática la función de los medios masivos sigue siendo la misma, con la salvedad de que ahora no sirven a un determinado partido político o a un determinado régimen, sino que según sea el caso en cada país o bien constituyen al sistema, pues siguen siendo ellos los encargados de darle legitimidad (es el caso de México), o bien porque el sistema les permite vivir.
Ahora, ¿cómo cumplen su papel? Lo principal es asegurarse que los dispositivos técnicos y tecnológicos se masifiquen: la televisión, la radio, la computadora, el celular y demás cosas que nos conecten a través del ojo y el oído. Lo siguiente consiste en la oferta: brindar una serie canales casi infinita de modo tal que haya oferta para todos. Después se hace necesario crear la imagen de pluralidad, es decir: demostrar empíricamente no solamente que hay muchos, sino que son diferentes. Vamos: hasta crean su disidencia. Y por supuesto no podía faltar lo ya dicho: el público, que a fuerza de tener la vista fija (y el oído y el cuerpo y todo), deja de ser ciudadano, deja de dar, para sólo recibir. Para vigilar y disciplinar no es necesario que pongan una cámara en nuestra casa; basta poner una televisión. Es allí donde aparece el nuevo sacerdote disfrazado de científico (para que quede muy claro: el periodista, el politólogo, el economista, el académico, el intelectual, el artista etc).
Sin embargo la cosa no es tan clara: el mensaje al público (que ha dejado de ser ciudadano) es que en realidad los medios están a su servicio y que constituyen (junto con los empresarios, que se han robado el concepto de ciudadanía) un verdadero mecanismo de control, vigilancia y contrapeso del poder político. Juegan con una supuesta neutralidad y a partir de una supuesta pluralidad "venden" la idea de que el único horizonte viable es el democrático. No habría ningún problema, salvo que al mismo tiempo que hay una apropiación de la calidad de ciudadano, hay una apropiación de la democracia bajo la idea de que hablar de democracia es hacerlo sin apellidos, con lo que han terminado por imponer su concepción (liberal) como la única posible. Así es: los nuevos sacerdotes, aunque difieren en muchas cosas, están de acuerdo en algo: la democracia liberal es el único camino posible, con lo que se declara la institucionalización universal de la democracia y, con ella, la anatemización de cualquier disidencia que no comparta los canales, aunque esos canales hayan sido monopolizados y excluyan de cualquier participación a la sociedad.
Pues bien: gracias a la ciencia tenemos internet. Internet puede convertirse en un mecanismo de reflexión sobre el papel de los medios en el proceso de monopolización de la ciudadanía y la democracia. Desde su pretendida neutralidad muchos en los medios creen que no juegan políticamente. En esa medida también han monopolizado la denuncia. La cosa es que sí juegan políticamente y son medulares en el sistema. En ese sentido se hace necesario crean un órgano de vigilancia y denuncia de los medios, es decir: un medio que nos permite interpelar sus discursos, aunque sea de lejos y con la esperanza de que un día nos “pelen”, y denunciar cómo operan en la realidad socio-histórica.
¿De qué se trata esto? De que cualquiera que no esté de acuerdo con lo que dicen los periodistas, con los politólogos y economistas transmutados en periodistas y con los encuestólogos transmutados en politólogos y economistas, puede decir lo que quiera y lo que tenga que decir aquí. Ahora prácticamente todos los noticieros se han convertidos en tribunas editoriales o, pare decirlo de otro modo, han sido editorializados, sin que nosotros, por los que dicen hablar, podamos hacer nada. Vamos decirlo de otro modo: nunca prestan el micrófono. Pues bien: tenemos otros medios; ahora construyamos los espacios de reflexión
Así que adelante, veamos si somos capaces de configurar un instrumento de este tipo. De lo contrario merecemos que nos lleve la chingada.

martes, 10 de agosto de 2010

Consideraciones éticas sobre “drogas” y “aborto” desde un liberalismo radical

1

Recientemente algunas declaraciones de Felipe Calderón “abrieron” la puerta para un debate en torno a la legalización de las drogas. Otro tema es el debate, no detonado pero sí reforzado por la situación de cientos de mujeres en Guanajuato, es el relacionado con el aborto. Las siguientes líneas, asumidas estratégicamente desde una perspectiva liberal radical, intentan 1) ver los temas en su naturaleza ética más allá de cuestiones de política institucional 2) desde una postura radical que no acepta blancos ni negros en relación con lo que es público y privado. Mi idea es, en relación con esto último, que el tema “drogas” y “aborto” es relativo a lo personal y lo privado, y que lo público debería funcionar para salvaguardar el derecho de lo privado, es decir: el derecho a que las personas hagan de su vida y de su cuerpo lo que quieran, despojando al Estado y a la sociedad de la absurda carga de ser censor moral. En cuanto al primer punto, comenzando por el tema “drogas”, me parece equivocada la perspectiva que asume estratégicamente la posibilidad de su legalización pensando que así se podrá resolver el problema de la violencia y la corrupción engendradas por el tráfico de drogas. Hay una reducción economicista, reducción equivocada en cuanto que si el problema de la violencia y la corrupción es producto del tráfico, la legalización no pone punto final al fenómeno. Vamos: si el problema es el tráfico de drogas, básicamente a los EU, entonces el problema del tráfico sólo se resolverá con una regulación en ese mismo país. De no ser así, aunque en México se regulen las drogas (que de hecho ya lo están en el caso de muchas), la violencia y la corrupción persistirán. Yo propongo un giro en la visión. Dar un giro a la reducción economicista y dar base ética a la discusión pública y a la acción política progresista (en sentido amplio). Pienso que el mejor argumento (claro: en un plano político ideal) es ver el tema “drogas” como parte del derecho fundamental de las personas a hacer lo que quieran con su cuerpo. Mi idea sería que el marco institucional y legal, como espacios tendiente a garantizar los derechos de las personas (derechos sociales y civiles), debería establecer una clara distinción entre lo público y lo privado. ¿La drogadicción es un tema público o privado? Es público en cuanto a su discusión, pero es privado en cuanto que ni el Estado, ni las instituciones ni la sociedad pueden legislar sobre el arbitrio de las personas, sobre lo que las personas piensan, sienten, deciden, dicen y hacen, siempre y cuando no afecten de forma determinante lo público. El hecho es que la gente, si así lo desea, tiene derecho a drogarse. Al final, hacerlo no daña sino a la integridad individual. Estoy consciente del hecho de que lastima su entorno, pero no lo hace de forma más grave que un adicto al alcohol y otro tipo de enfermedades. El hecho es que si aceptamos el uso de bebidas alcohólicas para nuestro esparcimiento y no el de las drogas, es más bien por una serie de convenciones. No es porque hagan daño (de ser así habría millones de cosas más prohibidas), sino porque una sociedad, en un tiempo determinado, conviene sobre la necesidad de restringir ciertas cosas o reconsiderar dichas restricciones, según lo que piensan es dañino o no. ¿Puede la sociedad hacer eso? De hecho lo hace. Pero la pregunta es: ¿debería hacerlo? La misma sociedad responde. Ejemplo: Hace muchos años, en EU, las bebidas alcohólicas estaban prohibidas. Dicha prohibición, sin embargo, no sólo no resolvió el problema, sino que generó otros. Pero, ¿es la consideración de que la prohibición no sólo no resolvía problemas y generaba otro lo que hizo a una sociedad reconsiderarla? Es posible, pero había otra base: el hecho de que beber alcohol, nocivo o no, es algo relativo a que la gente puede hacer de su vida un papalote. Y hoy, no sólo en EU, sino en buena parte del mundo, aceptamos las bebidas alcohólicas como un hecho cotidiano, a pesar de las miles de muertes que su adicción genera. ¿No deberíamos tener la misma consideración con las drogas? O en su caso, ¿no deberíamos seguir la misma consideración que tenemos con las drogas en relación con el alcohol? Justo a eso es lo que me refería con que en relación con estos temas no hay grises; sólo blancos y negros. Éticamente es un imperativo reconsiderar la prohibición de las drogas en función de su legalización, o reconsiderar la legalización del alcohol en función de su prohibición. ¿Cuál es mi idea entonces? Se podrá ver claramente que mi propósito es plantear la necesidad de legalizar las drogas. ¿Bajo qué principio? Que el uso de las drogas y de los riesgos que conlleva es algo que compete a la libertad del individuo que, informado (lo que se debería de hacer es informar), los asume. ¿Por qué? Porque además no afecta de forma determinante lo público, por lo menos no más que otras cosas, que es el caso de las bebidas alcohólicas (que con la lógica aplicada a las drogas también deberían de ser prohibidas). No hay de otra: el uso de drogas debe legalizarse. ¿Y qué tipo de drogas? Todas. Lo demás no es sino hipocresía moralina.

2 Ahora, ¿qué decir en relación con el aborto? Exactamente lo mismo. Aquí me gustaría refutar la posición estratégica, políticamente correcta, que plantea la despenalización/legalización del aborto desde el hecho fáctico, es decir: como las mujeres abortan, es mejor que lo hagan en un lugar seguro a que se vayan a morir a cualquier lugar. Tiene su lógica. Pero en una sociedad que tiende a la idea de garantizar el derecho a lo privado, debe garantizar el derecho al aborto no desde el hecho fáctico, sino desde el derecho de la mujer de hacer de su vida y de su cuerpo lo que quiera. En la medida en que vivimos bajo marcos institucionales y legales seculares, no se puede sino admitir que en tanto el aborto (dentro de un tiempo establecido por médicos y científicos) no es un homicidio, la mujer tiene derecho a abortar si así lo decide, siempre y cuando lo haga consciente y con información en la mano. Y bien, ¿bajo qué atenuantes y bajo qué condiciones? Bajo la condición y atenuante que sea (siempre y cuando se dé en el tiempo que establecen médicos y científicos): por salud, por violación, por riesgo de la madre y, por supuesto, porque la mujer siente que el embarazo afecta substancialmente su proyecto de vida. No hay de otra: o se acepta o no (en términos éticos), porque lo otro, la aceptación intermedia, sólo indica la dimensión moralina o doble-moralista de quienes van caminando por el gris. Me explico, pero para ello tengo que dar un rodeo. ¿Cuál es el argumento anti-aborto? Éste es que el cigoto ya es vida humana y que en tanto tal el aborto es homicidio (ese es la línea que se sigue en Guanajuato). No hay más. Bajo este principio, cualquiera que diga que el cigoto ya constituye vida humana, no puede aceptar el aborto en ningún caso, porque asume que el valor fundamental es la vida humana. Si se asume que la vida humana es valiosa y que por tanto el cigoto ya debe ser considerado vivo en términos humanos, entonces todo cigoto ya es intrínsecamente valioso, no importando si es producto de una violación o trae un problema congénito. Decir desde esta perspectiva que es posible abortar algunas veces (violación o problema congénito), equivale a decir que la vida humana es valiosa unas veces y otras no. Quien piense que el cigoto ya constituye vida humana, no puede sino decir que el aborto es inaceptable en todos los términos. La anterior me parece una posición inaceptable. Pero reconociendo esto, no puedo sino irme al radical contrario, hacia una perspectiva, digamos liberal, que asume que la vida humana es valiosa (aunque reconociendo que debemos establecer criterios para decir qué es la vida humana para no caer en el ultraliberalismo que dice que es posible abortar siempre que se pueda y se quiera antes del parto) y que también asume la libertad del individuo, en este caso la mujer, de hacer de su vida y su cuerpo lo que quiera. ¿Qué criterios son los que nos permiten decir que algo ya es vida humana? Pues los de la ciencia y la medicina. ¿Y qué establece la ciencia y la medicina? Que el cigoto no es vida humana. ¿Cuándo o en qué momento el producto deja de serlo y pasa a ser vida humana?: cuando la corteza cerebral se ha desarrollado completamente (y no vayan a salir con los ejemplos típicos del comatoso o del senil [lzheime]; ahí hay singularidades que tiene que discernirse, lo que yo no hago porque no quiero extenderme). No voy a extenderme en las razones. Lo que quiero decir es que bajo este criterio, decir que sólo se puede abortar por violación, por problemas congénitos y por riesgo de la madre, no entraña sino una posición moralina en tanto restringe el hecho de que sea posible abortar porque la mujer lo decida en función de su proyecto de vida. ¿Por qué moralina? Porque parte del principio de que al poderse imputar el embarazo a un acto de irresponsabilidad y al no haber un problema de salud o de violación, entonces esa mujer no debería abortar (la maternidad es el castigo por “abrir las piernas” o por “no tener cuidado”, dicen algunos de mis alumnos). Si el criterio es científico y médico, no puede ser repentinamente moral. En la perspectiva pseudoliberal subyace en el fondo una cierta culpa porque se piensa, de cierto modo, que el cigoto ya es vida humana. De lo contrario, ¿por qué no podría abortar una mujer en función de su proyecto de vida si no hay razón médica y científica que lo determine lo contrario? De nuevo, no se puede decir que el cigoto es vida humana a veces y que en otras no. O lo es o no lo es. Entonces, ¿cuál es mi idea? Que la mujer no puede ser castigada legalmente por abortar (desde la posición proabortista que asumo) porque al no ser cigoto una vida humana, es parte del cuerpo de la mujer. Siendo así, puede abortar cuando quiera (en los tiempos médica y científicamente establecidos) no importando la razón. Estaría de más preguntarse si afecta lo público de forma determinante. Puede herir la sensibilidad moral y religiosa de muchos, pero dicha sensibilidad no puede estar encima del derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo. Ahora, legalización de drogas y legalización/despenalización del aborto, aunque no lo crean, van de la mano. En ambos casos, se trata de defender los derechos del individuo a decidir sobre su vida y su cuerpo. En ambos casos hay que secularizar la discusión pública y la acción política, porque ello permite una verdadera deliberación más allá de lo moral. La discusión pública y la acción política no pueden lanzarse desde una perspectiva moral, porque esa perspectiva, al ser ya hegemónica, al estar ya impuesta, evita la verdadera deliberación. ¿Por qué y para qué? Porque en ambos casos (drogas y aborto) se trata de una lucha por la extensión y no reducción de los derechos sociales, civiles e individuales. Se trata de convencer a las “buenas conciencias” de que vivan y dejen vivir y morir, porque ello, en tanto cosas relacionadas con lo privado, no daña en realidad público. p.d. Un criterio similar podríamos aplicar para la pena de muerte y la eutanasia. Pienso que la pena de muerte es inaceptable y no equivale al aborto, porque al que se mata es persona y tiene dignidad (no así el cigoto). Ahora, si se piensa que un crimen atroz debe ser castigado atrozmente, sigue siendo éticamente inaceptable (recuerdo, como en otros artículos, que ética y moral son dos cosas diferentes, que no son lo mismo, aunque su etimología diga lo contrario y aunque lo usemos como sinónimos), porque ello involucraría romper los principios que queremos proteger. En relación con la eutanasia, aceptable siempre, se aplicaría el mismo criterio de la persona que libre y conscientemente decide morir. Publicado originalmente en SDPNoticias.com

jueves, 5 de agosto de 2010

Los mo(ra)linos de Carbonell, Belaunzarán y Arreola: notas críticas para redimensionar la discriminación

Texto publicado en SDPNoticias.com

En primer lugar, el artículo que presento tiene su razón de ser en las discusiones entre Miguel Carbonell y Federico Arreola y Fernando Belaunzarán y quien escribe, a propósito de la intervención de CONAPRED para reconvenir a Gerardo Fernández Noroña por el uso insensible de éste del término “down” como sinónimo de idiota. La idea sería, así, intentar averiguar si 1) los dichos de Noroña pueden considerarse actos discriminatorios y 2) ya averiguado lo anterior ver si el juicio de origen moral puede pasar al ámbito legal.
Sin embargo, para llegar a ello es inevitable meterse en reflexiones de carácter formal. Siguiendo las pautas de análisis que me exige mi profesión, parto del hecho fáctico, del hecho inmediato pues, pero después sigo una ruta lógica y argumentativa para llegar a una conclusión que, a mi juicio, clarifica sobre los puntos expuestos en el primer párrafo. El artículo que sigue intenta ser un discernimiento de lo que significa “discriminar” y, a propósito de esto, una necesaria reflexión en concreto sobre el tipo de sanción que ameritan los dichos del estridente Fernández Noroña. El uso del término, que en realidad es un síndrome, sin lugar a dudas es inmoral. Pero, ¿amerita otro tipo de sanción? Mi opinión es que no. A dichos y acciones inmorales que no afecten substancialmente lo público sólo pueden contraponerse juicios y sanciones morales. Cualquier otra sanción resulta un exceso que va a contrasentido de una ley contra la discriminación.
Como elemento de articulación, voy a apoyarme en la propuesta liberal neopragmática del filósofo norteamericano Richard Rorty, lo que viene bien en el análisis en la medida que éste despoja la moral y la política de cualquier fundamentalismo. A decir de Rorty, no hay posibilidad de una moral universal a partir de la cual juzgar actos y creencias morales. En este orden, su teoría me permite postular una clara distinción de tres esferas tradicionalmente confundidas: la moral, la ética y la política. Veamos: la moral, al ser personal, es medida de juicio de los actos propios y de los demás sin sanción posible en términos legales, porque no hay principios universales. La ética, o eticidad (Hegel), sería ese momento que filtra lo personal para pasar a lo público; y lo político es lo público como materialización de ético, es decir: como paso de la moral pública construida que se expresa en marcos institucionales y legales. Por lo tanto, al mismo tiempo que tenemos una moral pública que expresa sus principios y valores en marcos legales e institucionales, lo moral personal, la moral en sentido estricto, se conserva como espacio privado en el que podemos hacer lo que queramos, siempre y cuando no transgredamos reglas puestas políticamente. Las reglas puestas políticamente no pueden ser puestas desde lo moral, porque ello implicaría tener una sociedad en la que todos piensan, dicen y hacen lo mismo. Al ser las morales inconmensurables o incomunicables, la moral sólo puede ser persuasiva o disuasiva del pensar, el decir y el hacer moral, pero nunca sancionadora en términos legales. Allí la ética es ese elemento formal que permite el paso de lo moral a lo político, despojando a lo político de cuestiones morales.
Claro que esto no mete en un problemón: ¿cómo hacer política y establecer reglas sin la orientación de “lo bueno”? No es sencillo, pero pienso que esto pasa necesariamente por la aceptación del principio de que lo que es bueno para unos no es bueno para otros. ¿Ello quiere decir que entonces la regla es que todo mundo haga lo que quiera? La respuesta es que no, pero que lo bueno socialmente establecido debe atender necesariamente a lo que es bueno para cada quien. ¿Y si eso que es bueno para quien incluye discriminar y violentar? Entonces la regla se aplica en tanto que se reconoce que lo bueno para uno no puede incluir discriminar o violentar a otro. Y aquí digo lo más importante: ¿qué tanto afecta o violenta a una persona el dicho y el pensar de un inmoral? Pues no afecta ni violenta nada, a menos que pase del pensar y el decir a un decir violento y realmente discriminador y por tanto a la acción violenta y discriminadora. Permítaseme comenzar con unos ejemplos reales:
1) Tenemos en un programa de entrevistas a un conocido racista. A este se le ocurre “decir”, en función de creencia moral (donde se resumen el conjunto de creencias acerca de lo que es la vida humana, el mundo y la naturaleza), que los negros son inferiores. No me cabe la menor duda de que quien “dice eso” está mal. A una persona que piensa y dice eso le podemos “decir”, por lo menos, que es un racista. Cuando se le dice racista, se hace desde otra creencia moral (que también resume el conjunto de creencias acerca de lo que es la vida humana, el mundo y la naturaleza).
2) Tenemos a otra persona que piensa que la homosexualidad “está mal”. Ésta se encuentra en el metro a dos homosexuales besándose y se le ocurre decir en voz alta que “eso está mal” e inclusive, públicamente, da sus razones. Una persona al lado, de una creencia moral distinta, interpela o cuestiona los dichos. Después de una discusión, que puede tornarse violenta, el segundo termina con un juicio de tipo moral y le dice “eres un homofóbico”, que es lo mínimo que se le puede decir.
3) Tenemos una mujer que aborta. Otra persona, pongamos un varón, que se ha enterado, le dice a la primera que según su creencia moral abortar está mal. Inclusive da razones y éstas le conducen a decirle “eres una asesina”. La mujer que abortó entra al debate y da sus razones de por qué según su creencia moral abortar no está mal. La discusión se vuelve ríspida y termina cuando la que abortó le dice a la otra persona “eres un misógino”.
¿Tenemos aquí actos de discriminación? No. Tenemos a una persona racista, homofóbica y misógina expresando un punto de vista que, por más equivocado que esté, tiene derecho a expresar. El juicio, de tipo moral, es la calificación de sus creencias que lleva a la calificación de sus personas: “eres un racista”, “eres un homófobo” o “eres un misógino”. Pero aquí viene algo interesante: desde la perspectiva de las personas calificadas como racistas, homofóbicas y misóginas, la calificación es en sí misma inaceptable. ¿Por qué? Porque el racista, el homófobo y el misógino no pueden dar cuenta críticamente de que lo son, es decir: eso son pero ellos no lo admiten porque hacerlo implicaría reconocer que están mal. Su mundo de creencias les hace pensar que están en lo correcto, aunque de hecho, desde otra perspectiva, no lo estén (de hecho, desde mi creencia, son posturas equivocadas). Ahí el diálogo y el debate son herramientas persuasivas que, si hay una disposición abierta, pueden hacerles cambiar de opinión. ¿Y si esto no sucede? Debemos persistir en la interpelación de sus creencias y en la calificación de que son racistas, homofóbicas y misóginas. ¿Se puede hacer algo más con respecto a lo que piensan y dicen? Si y no, pues depende del alcance de lo que expresan, lo que implica un discernimiento previo de eso mismo.
Pregunto: si el racista piensa que hay razas inferiores y superiores, si el homófobo dice que la homosexualidad es antinatural y si el misógino dice que el aborto es homicidio, ¿cuál es el verdadero alcance de lo que piensa y expresa? Mi idea, siguiendo a Rorty, es que esto no se puede considerar sino como un problema moral. Afecta la sensibilidad de las personas, molesta, puede llegar a alterar nuestra emoción, pero no es una verdadera forma de discriminación y violencia. De ser así lo que se tendría que hacer es prohibir todo insulto en la medida que siempre afecta la sensibilidad de alguna persona o de algún grupo. El pensar y el decir, que deben ser juzgados desde la perspectiva moral, no pueden ser susceptibles sino de sanción moral.
Sin embargo lo anterior es limitado. Si bien quiero plantear que el decir y el hacer, en la medida que en que son puro decir y hacer sin real afectación, también quiero pasar a un ámbito en el que “decir” y el “hacer” rebasan una línea tenue que requiere pasar de lo moral a lo legal. Si no analizamos lo anterior, corremos el riesgo de ir a contrasentido del espíritu de una ley contra la discriminación, pero si nos quedamos allí podemos llegar a la creencia del “todo se vale”. Intentemos salir de la circularidad del perro que busca morderse la cola: ¿en qué momento debemos pasar de lo moral a lo legal? Permítanme regresar a los ejemplos: desde un pragmatismo liberal como el de Rorty, que es de los pocos que se ha dado cuenta de la circularidad del tema, el racista, el homofóbico y la antiabortista tienen todo el derecho a sostener y expresar sus creencias morales, SIEMPRE Y CUANDO NO PASEN DEL UNA FORMA DE DECIR A OTRA FORMA DE DECIR Y/O A LA ACCIÓN. Lo explico:
¿En qué momento se debe pasar de lo moral a lo legal? Reitero: eso sólo puede ocurrir cuando el racista, el homófobo o el misógino pasen de una forma de decir a otra forma de decir y/o a la acción, es decir: cuando se pasa del pensamiento y el decir al decir y a la acción excluyentes. ¿Por qué? Porque las ideas morales sólo pueden juzgarse en términos morales. Dicho de otro modo: no se pueden juzgar en términos legales. Si creemos en lo segundo pasamos a un lugar indeseable, propio de sistemas totalitarios y dictatoriales donde hay cosas que se prohíben pensar y decir. Ahora, tampoco el mero hecho de decir puede medirse sino en términos morales. Ejemplo: “eres un naco”. ¿Me debo sentir ofendido? Sí. ¿Cuál puede ser mi respuesta? Irme o debatir. Ejemplo: hace unos momentos Fernando Belaunzarán me insultó diciendo que mi reflexión era similar a la que haría Serrano Limón. Fernando sabe que mis ideas distan mucho de ser ultramontanas. Claro: si alguien me dice ultramontano y me asemeja con Serrano Limón me ofende, causa molestia e indignación, pero no pasa nada. Miguel Carbonell, para poner otro ejemplo, identificaba a unos twitteros como “trolls”. ¿Qué quería decir? Habrá que preguntarle, pero a los que identifica como trolls podrían sentirse ofendidos. ¿Pasa algo más? No, no pasa nada. Me siento ofendido, me molesto, vamos: me encabrono, pero no pasa nada. Mi respuesta puede ser, por ejemplo, “eres un pendejo”, “chinga tu madre”, y tantas cosas que “resuenan” en twitter. ¿Y si alguien dice “pinches negros”, “pinches homosexuales” o “pinches viejas”? ¿Hay un verdadero problema? No. Nos ofendemos, los insultamos, intentamos dialogar con ellos, les pedimos se disculpen, etc., ¿pero pasa algo en verdad? No.
De nuevo: en el horizonte liberal, aplicar medidas legales por lo que se piensa y se dice, es una contradicción. La creencia moral es un ámbito de lo personal que puede ser interpelado moralmente, que puede ameritar juicios morales, pero que no puede ser juzgada en términos legales. Al que por sus creencias es racista, homófobo o misógino, se le puede juzgar porque precisamente es racista, homófobo o misógino. Eso en sí mismo es un juicio que lleva una forma de exclusión, porque no queremos convivir con ese tipo de personas. Se le puede inclusive exigir que cambie sus ideas (éste es libre de no aceptarlas), pero no se le puede reconvenir ni institucional ni legalmente. Perdón que me ponga teórico, pero justo a esto es lo que se refiere Rorty con la inconmensurabilidad o incomunicabilidad entre creencias morales distintas. Podemos persuadir a otros de que sus creencias morales son nocivas y de que las debe cambiar, pero eso se da desde un ámbito moral y nunca desde el ámbito moral
¿Cuándo debe entrar lo legal? Cuando se pasa del pensar y del decir a un modo particular de decir y a la acción. En ese caso, éstas pueden ser objeto de juicio moral, pero también legal. Si el racista, el homófobo y el misógino pasan a la promoción del odio a la amenaza y a la acción violenta, entonces debe saber que ello amerita una sanción legal. Veamos: cuando el racista pasa de decir que hay razas inferiores y superiores, cuando pasa de decir “pinches negros” a promocionar el odio racial o a decir que va a matar a personas de razas diferentes y/o pasa a la acción, ahí viene lo legal. Lo mismo con el homófobo: si pasa de decir que los homosexuales le parecen sucios e inmorales, si pasa de decir “pinches maricones” a promocionar el odio contra estos, o a decir que va a matar a todo homosexual que se le cruce enfrente y/o a la acción de matar, entonces viene lo legal. Si un misógino pasa de decir que las mujeres no tienen derecho a abortar, de decir “pinches viejas” a promover el odio a las éstas, o a decir que va a matar a las mujeres que abortan y de hecho las mata, viene lo legal. Los actos de discriminación no son por sentir o expresar odio, sino porque del sentir y expresar se pasa a la promoción del odio, de la exclusión y a la violencia física.
Espero darme a entender: el otro día pasaba por la calle y un señor me dijo “pinche puto”. Inmediatamente supe que hacía alusión a mis perforaciones en la orejas. Otro día, un cuate en la fila de las tortillas a la que pedí no se saltara la fila, me digo “pinche chaparro puto”. Orto día me dijeron “gordo”. No hice nada, sólo pensé “pobres pendejos”, lo que a pesar de la grosería es un juicio moral. Caso diferente hubiera sido si me hubieran dicho “por pinche puto, gordo y chaparro te voy a romper la madre” o si de hecho me la hubieran partido. La mera expresión no discrimina. Hiere la sensibilidad y como tal amerita una disculpa, pero nunca sanción legal. La expresión que discrimina es la que amenaza, la que promueve odio, y la que lleva a la acción violenta.
Pregunto: ¿qué tipo de práctica discriminatoria y promotora de odio estaba expresando Gerardo Fernández Noroña? Ninguna. De forma estúpida y altanera usó un síndrome para descalificar a un contrario. El mal uso del término “down” (porque para decir a otro que es un idiota hay que decirlo así: “eres un idiota”) no amerita sin embargo la reconvención de CONAPRED. De forma personal no votaría por él nunca (no solamente por lo que dijo aquel día sino por lo que dice y hace siempre). Puedo inclusive promover públicamente que no voten por él, pero todo ese desde una perspectiva moral, si quieren verlo hasta de ética profesional (por cierto, un día llamaron de un banco para cobrarme a media noche; apelé al código de ética y la señorita se rio a carcajadas).
En este mismo sentido, la persona ofendida (indirectamente, porque no es la que estaba ofendiendo de modo directo) interpeló a Fernández Noroña y pidió una disculpa. ¿Por qué? Porque no tuvo cuidado al decir lo que dijo; usó como metáfora la situación de miles de personas que viven con el síndrome y al hacerlo hizo de tal síndrome algo indigno. Pero la interpelación va directo a la persona y es de orden moral: “discúlpate con todos los que ofendiste al usar el término down como sinónimo de idiota”. El imperativo que se impone a Fernández Noroña es de tipo moral: “no puedes usar el término down como sinónimo de idiota y si lo haces te debes disculpar”. Diferente hubiera sido si Fernández Noroña hubiese dicho: “las personas con síndrome de down son idiotas, no valen nada y si desaparecen no pasa nada y habría que desaparecerlas”, promocionando el odio contra esas personas o actuado de forma intencional contra las mismas. Vamos, inclusive en términos morales es necesario discernir la intencionalidad del dicho para no errar el juicio.
Lo que me intriga es que los defensores del derecho (Miguel Carbonell y Fernando Belaunzarán), en cuyo ejercicio siempre es necesario el discernimiento de la intencionalidad para fortalecer o atenuar castigos, la obvien y justifiquen la intromisión de un organismo contra la discriminación en un problema personal (así se haya dicho de forma pública), convirtiendo a este organismo en un censor moral. Ahora, entiendo que estos defensores de las buenas costumbres y el derecho, lo hacen también desde lo personal (Belaunzarán y Federico Arreola). Tradicionalmente contrarios a Fernández Noroña, la situación de éste en este momento les cae, como dicen por ahí, “de perlas”. Para uno (Belaunzarán) la situación le sirve para ratificar lo que siempre dice de Fernández Noroña; para otro (Arreola) le sirve para comenzar a hacer trabajo de limpieza política. Sin embargo, no quiero irme por allí; quiero ir a los argumentos. Estos son, así de simple, que los dichos de Fernández Noroña son discriminatorios por el hecho de que son ofensivos y por ello atentan contra la dignidad de las personas. Que me perdonen, pero yo no vi eso: lo que vi es un error producto de la torpeza de un personaje que no aguantó las ofensas recibidas por sus detractores
(Lo que me recuerda: ¿CONAPRED entrará a investigar las ofensas que recibe Fernández Noroña? La gente que lo insulta usa metáforas similares a las que éste usó. ¿O hay en términos de discriminación una legislación para una persona pública como Fernández Noroña y otra para la población en general? Y aclaro: no defiendo a Fernández Noroña; de hecho me cae mal, no le tengo respeto como político. Pero ello no implica aceptar las tesis legalistas carentes de discernimiento que buscan, así de simple, el castigo (Miguel Carbonell y Fernando Belaunzarán), o que lo usan políticamente para “limpiar la casa (Federico Arreola)).
Ante todo lo anterior repito lo que dije en otro artículo: “la moral se queda en casa y si sale de casa no es para ir de caza”. Debemos desmoralizar los discursos políticos y jurídicos, de modo tal que no terminen por convertirse en prácticas discursivas totalitazantes y totalitarias. Dicha desmoralización debe pasar por un ejercicio de discernimiento, sin el cual damos la apariencia de ser justos, cuando en realidad promovemos un linchamiento justificado política y jurídicamente en torno a la moral, pero nunca éticamente. La ética es el punto intermedio entre la moral personal y la moral pública, punto desde el cual podemos plantear de forma correcta el tema de la discriminación como problema político y jurídico. Ajustarse al mero legalismo bajo la comprensión de que la ley es la ley y que además es buena, no abona a un verdadero proceso de democratización. Y que conste que no estoy pidiendo romper la ley. Lo que digo es que hay que tener cuidado con el discurso de abogados (Miguel Carbonell), políticos (Fernando Belaunzarán) y periodistas (Federico Arreola) cuyo sustrato es profundamente moralino y moralizante.
No puedo terminar sin antes dejar claro (a mi esposa se preocupa) que Fernández Noroña ni siquiera me cae bien. Me parece un pésimo político, porque no hace trabajo político. Se le paga por ser eterno activista. Lo dije anteriormente: su sonsonete “que se vaya Calderón” y su repetitiva estridencia son claras expresiones de que no escucha y de su visión limitada de la política. Que la crítica vaya por ahí; que lo otro quede de lado. De nuevo: “la moral se queda en casa y si sale de casa no es para ir de caza”.

El MO(ra)LINO de Arreola: lo moral, lo ético y lo político vistos a partir del caso Fernández Noroña

Texto publicado originalmente en SDPNoticias

¿Qué pasa cuando lo moral y lo político se mezclan? Vamos a clarificar un poco el significado de la pregunta, pensando sobre todo que para muchos no puede haber política sin actitudes morales. La cuestión es: ¿qué sucede en el momento en que las creencias acerca de lo que es moralmente bueno o malo afectan de forma fundamental (reitero en lo de fundamental) lo que es bueno o malo en términos políticos y sociales? Mi perspectiva, que me lleva a hacer un deslinde entre lo moral, lo ético y lo político, es que hacer política desde una perspectiva moral nos lleva a situaciones políticas, sociales y éticas indeseables.
Siendo así, frente al sentido común que dice que la buena política parte de la moral, vale preguntar: ¿es posible hacer política sin moral?, ¿cómo se pueden buscar beneficios para la sociedad sin una idea acerca de lo que es bueno? Frente a lo primero digo que es posible, siempre y cuando, relacionado con lo segundo, en sociedades políticamente seculares (liberales para este caso), pensemos “lo bueno” no como algo dado de una vez y para siempre, como algo que se da en el origen, sino como algo que se construye socio-históricamente. El político, que es el encargado de generar, mantener o transformar marcos institucionales y legales, debe pensar su actividad como de orden racional, lo que implica pasar por un proceso de racionalización ética de su creencia moral, con lo que no quiero decir otra cosa que el político debe cobrar plena conciencia de sus creencias en general, en función de que dicha claridad permita que sus creencias personales no afecten ni determinen de modo absoluto sus decisiones. Vamos: siempre subyace cierta dimensión moral. No es posible ni deseable la aniquilación de lo moral en la vida de nadie, pero en función de la cosa pública las decisiones deber pasar por el filtro de la reflexión consciente y crítica del lugar moral e ideológico desde el que se piensa y se dice.
Pero, ¿sólo el político hace política? No. En función de lo que me interesa plantear aquí, que es la dimensión moral retomada por Federico Arreola para excomulgar de facto (el periodismo alternativo también puede ser una forma de poder fáctico en el sentido en que impone agendas) a un actor polémico e insoportable como Gerardo Fernández Noroña, es que los periodistas también hacen política, sobre todo si su objeto es la política. En este sentido, la pregunta y la respuesta que doy en relación con “desde dónde” hacer política (si desde la moral o la ética, que vale decir no son lo mismo), también vale para el periodismo político, máxime si este periodismo también milita o por lo menos apoya una agenda política. El periodista político, que además también actúa políticamente (como el caso de Federico Arreola), y sobre todo si presume de su (neo)liberalismo ideológico (fundamentalmente secular), que hace y dice (sobre todo dice) desde lo moral, se equivoca tanto (o más, por su naturaleza analítica) que el político que hace su actividad desde el campo moral (para poner un ejemplo: el PAN).
Entonces, dicho lo anterior, vuelvo a lo mismo intentando hacer las ideas accesibles (he recibido quejas sobre la oscuridad de mi texto, para lo cual pongo ejemplos que, sin embargo, alargan el presente): ¿es posible desde la creencia moral hacer política? Creo que no, porque es imposible crear desde la moral aquellos marcos institucionales y legales que permitan la convivencia de diferentes morales; no es posible crear marcos institucionales y legales desde la creencia moral que parte del principio de que el otro está mal desde por sus creencias morales. La moral, que es algo relativo a la deliberación y a la acción personal, sólo puede servir para orientar mis acciones y calificar la de otros, siempre y cuando dicha calificación se dé en términos morales y de forma personal, y siempre y cuanto no se obligue a la otra persona a asumir otra moral (a menos que lo haga por convencimiento) y no se le castigue por mantener las propias (con reclusión o exclusión).
Permítanme un ejemplo: una mujer, que en su creencia moral no ve el aborto como inmoral, ¿debe obedecer al imperativo de la creencia moral de quien sí lo ve como inmoral? Desde marcos institucionales y legales en el orden del liberalismo (en el que se vive o se aspira a vivir) no. Tampoco al contrario: una mujer a la que su creencia moral le dicta el imperativo de no abortar, no sólo no puede ser obligada a abortar, sino que tampoco puede ser obligada a aceptar la idea. Sigamos con el ejemplo: quien no esté de acuerdo con el aborto puede decirle a la mujer que aborta “oye, estás mal”, pero la mujer que hace la acción (abortar) no está obligada a aceptar de ningún modo el dictamen moral de quien la juzga. Lo que puede ocurrir es que la mujer que aborte dé sus razones del por qué lo hace, en cuyo caso, por reciprocidad, la persona que le dice “estás mal” tampoco está obligada a aceptar las razones que le son dadas. Al final del día, en sociedades con marcos institucionales y legales de tipo liberal, la mujer que aborta y la persona que le dice “estás mal” deberían irse a sus respectivas casas sin el temor de ser sancionadas ni legal ni políticamente por sus diferencias morales. Es a esto lo que me refería con inconmensurabilidad e incomunicabilidad moral. Aunque podamos dar razones, y hasta pedirlas, las morales son inconmensurables e incomunicables en cuanto que no puedes pedirle al otro que cambie. ¿Qué es lo que quiero decir? Lo moral se debe quedar en casa y si sale no debe servir para ir de caza. Cuando la moral sale de casa para ir de caza, estamos en el borde o ya de plano en la imposibilidad de la sociabilidad y del fascismo (para que vean cómo me tomo muy en serio eso del fascismo).
Para ello me gustaría ejemplificar con las ideas de un neopragmatista norteamericano de claro ascendente liberal (tipo de sociedad en la que se vive o se aspira a vivir, caso de Federico Arreola): Richard Rorty. Lo que dice este filósofo, sin juzgarlo por el momento en cuanto a si estoy de acuerdo o no en general con su propuesta, es que en el campo moral, que es un campo de decisiones personales, uno puede ser y hacer lo que se le antoje… siempre y cuando no afecte lo público. ¿Y qué significa atentar contra lo público? Pues no es una cuestión de mera apreciación moral, sino una afectación verdadera de lo que no es común, por ejemplo: la imposición de una moral sobre la del resto y la violencia física y verbal (seguro muchos intentarán a argumentar desde aquí contra Fernández Noroña. Frente a ello sólo diré que lo Fernández Noroña fue una estupidez, producto de su intransigencia, que si bien puede ser sancionado en términos morales, pero que no justifica la exclusión)
Allí es donde comienza el deslinde entre lo moral, lo ético y lo político. Comienzo por definir en sentido contrario: lo político reside en materializar estrategias y marcos que permitan conciliar los intereses; lo ético remite a la reflexión sobre los medios para lograr los fines de la política para darle dimensión moral, pero sin hacerlo desde una moral específica. ¿Y la moral? Para decirlo bien: ¿y las morales? Pues éstas son parte del centro de la política y la ética, es decir: la materialización y la reflexión tienden justamente a hacer posible la existencia de diferentes creencias e ideologías (entre éstas las morales) sin que no estemos matando los unos a los otros. Por paradójico que pueda sonar, tanto la política como la ética, en el horizonte liberal, hacen posible la “convivencia” de creencias, ideologías y morales completamente diferentes. No sé si estén de acuerdo (no sé si yo lo estoy), pero es el horizonte al que se tiende con la instalación permanente del liberalismo.
Ahora, me gustaría ejemplificar con algo para distinguir de forma clara lo anterior. ¿Qué pasa si soy borracho y se enteran en mi trabajo? Desde la perspectiva de una moral que considera tomar como algo malo, soy un inmoral. Pero, ¿qué pasa si me corren?; ¿el que desde esa perspectiva moral sea un borracho inmoral justifica que me corran? Pues no. ¿Y qué pasa si llego borracho al trabajo? Pues me corren. ¿Por qué? No por inmoral, sino porque mi borrachez afecta mi trabajo. El que sea inmoral no justifica que me corran. Y allí entra la ética: el discernimiento entre la inmoralidad de ser borracho y que el hecho de serlo afecte mi trabajo, es ya ético. No me pueden correr por ser un borracho, por hacerme tatuajes o perforaciones o porque soy homosexual (no creo ser borracho, tengo tatuajes y perforaciones, pero no soy homosexual, lo que no aclaro por miedo, sino para ahorrarles posibles insultos a mi persona). Si me corren lo hacen porque o tomo, o porque me voy a tatuar y/o a hacerme perforaciones o porque tengo relaciones sexuales pareja (no importando si soy homosexual o no, ¿o acaso sólo los homosexuales tienen sexo?) afectando el trabajo, es decir: por falta de ética. En este caso, de lo ético como reflexión sobre la moral pasamos a lo ético como norma acordada (moralidad le llaman algunos, que no es lo mismo que moral) en lo público (supuestamente) y que luego se traslada a lo legal. Lo ético sería 1) el marco formal o teórico de lo político y 2) la forma como una sociedad construye normas que permiten la convivencia de diferentes morales (de nuevo, en un marco moderno y liberal). En sociedades liberales, secularizadas, lo ético (lo social o moralidad o moral pública) permite la reproducción y la sociabilidad de lo moral (lo personal y/o grupal) como diferencia. El político tiene que hacer política desde lo ético y no desde lo moral, para que nosotros podamos vivir en paz.
Pero bien. Todo lo anterior sirve para algo en realidad muy simple: responder la pregunta ¿desde dónde hacer periodismo político? Cuento por qué: hace unos días Natalia Colmenares y Federico Arreola escribieron sendos artículos donde planteaban la necesidad de excluir, prescindir o deshacerse de Gerardo Fernández Noroña en el movimiento encabezado por AMLO. La idea que tuve en principio, es que hablaban desde la estrategia política: deshacerse de Fernández Noroña era un imperativo político para la imagen de AMLO en función de su carrera a la presidencia. Ese imperativo político, me parece que carece de ética, para comenzar por el hecho mismo de deshacerse o prescindir de una persona porque es diferente. Sin embargo, ahora me entero, sobre todo en el caso de Federico Arreola, que ese imperativo político tiene una dimensión moral. Me explico:
Muchos de los defensores de Federico Arreola y de Natalia Colmenares comenzaron a plantearme (vía tuiter) que la crítica a Fernández Noroña y la exigencia de su excomunión no era sino producto de unos dichos imbéciles (no hay otro forma de definirlos) que causaron la molestia de la periodista Katia D’Artigues. La molestia es fundada, si piensas que Fernández Noroña uso el término “down” (usado para identificar un problema de salud que afecta a muchísimos niños) para insultar y descalificar a personas que considera torpes o idiotas. Por lo que sé, me parece que la interpelación moral a Fernández Noroña por parte de la periodista es fundada, sobre todo si hijo de ésta tiene tal padecimiento (no sé cómo llamarlo, así que pido disculpas si no uso el término adecuado).
Ahora, ¿qué hizo D’Artigues además de increparlo moralmente? Pues decidió darle en tuiter un (famoso) público unfollow e invitar a otros a hacer lo mismo. Sin embargo eso no era lo importante. Lo que me parece substancial es la exigencia de una disculpa pública. En términos morales y éticos, tiene mayor peso axiológico la disculpa que la exclusión. Fernández Noroña usó de forma estúpida un término, lo que amerita una disculpa pública. ¿Y si no lo hace? Pues el juicio moral seguirá y, en ese caso, la gente creerá menos en una persona que no acepta su error y no se disculpa. Pero, ¿es posible pedir algo más? Yo creo que no. La exigencia de Katia D’Artigues no puede trasladarse a un pedido de exclusión. Se debe continuar, si se quiere, con el pedido de disculpa, pero no con el pedido de exclusión, sobre todo por una cuestión que me parece que no debemos olvidar: dudo que el dicho estúpido e inmoral de Fernández Noroña sea producto de la idea de que los niños down son torpes o imbéciles. De nuevo: Fernández Noroña tiene que disculparse públicamente; sin embargo cualquier otro pedido es un exceso, comprensible y si se quiere justificable por el enojo de quien recibe el insulto (Katia D’Artigues), pero no así de aquellos que, sobre todo localizados en la política y en el periodismo, en realidad usan el tema para halar agua a su molino, es decir: como mera propaganda.
A partir de este momento dejo fuera a Natalia Colmenares, porque no me consta que su artículo sea producto del dicho de Fernández Noroña. Caso diferente es el de Federico Arreola, quien a partir de un supuesto apoyo a Katia D’Artigues expresado en artículos, promueve la excomunión política de Gerardo Fernández Noroña. Federico Arreola da un salto así del periodismo y de la militancia de orden político, al periodismo y la militancia moral. Desde la solidaridad con Katia D’Artigues, se ha convertido en actor confesional de los dichos políticos. Todavía más: asume una posición moralina y moralizante de la política, perdiendo toda dimensión ética (que es lo que creo la política debe conservar: la moral a casa). Si mi texto se ha hecho largo, es porque quise desarrollar las diferencias que se tienen que hacer entre lo moral y lo ético para poder hacer política, pero también periodismo político. Ante eso reitero: “la moral se queda en casa; si sale de ésta no es para ir de caza”.
Ahora. Mucho me temo que lo de Federico Arreola es parte de una estrategia política (en sentido peyorativo) carente de ética. La dimensión moral de su estrategia, pienso, sólo magnifica dicha carencia. ¿Por qué? ¡Porque no hay tal dimensión moral sino mera estrategia política! Sin embargo, asumir esa dimensión moral dentro de la estrategia política (poniendo a Fernández Noroña como un inmoral y por tanto a ponerse él como moralmente superior [no lo dice, pero decir que otro es inmoral se hace siempre desde una supuesta superioridad moral]), lamentablemente, lo acerca a posiciones indeseables: de lo que se trata es de limpiar la casa; ir eliminando a los “malos” para el movimiento por sus efectos nocivos. Se trata, en metáfora religiosa, de eliminar a los posibles judas por los posibles daños a la imagen del mesías. Federico Arreola se convierte en una suerte de nuevo profeta (que ha podido anticipar lo que se debe hacer para que llegue la redención) encargado de denunciar a los falsos apóstoles. Y perdonen las metáforas, pero el cristianismo se construye después de Cristo y en buena medida sobre la imagen de la culpa de quien “lo vendió”. Lo que estoy viendo es la forma como un séquito cerrado en torno a AMLO ha ido convirtiendo al movimiento en una Iglesia, en la que se va preparando la culpa de aquellos que pueden llevar a la crucifixión del líder y la redención de aquellos que guardan fielmente la palabra.
p.d. En lo personal creo que Gerardo Fernández Noroña es un verdadero problema. Mi idea es que el sonsonete “que se vaya Calderón” y su estrategia estridente repetitiva muestra dos cosas: 1) que no escucha y 2) lo limitada que es su visión de la política. Lo segundo sería salvable si pudiera ver lo primero, pero como no ve lo primero nunca hará lo segundo. Sin embargo, ello no justifica la exclusión ni la anulación por cuestiones pseudomorales ni el uso de calificativos producto de la ocurrencia.

martes, 3 de agosto de 2010

Respuesta al artículo “Noroña, uno de los que debemos prescindir”, de Natalia Colmenares

Texto originalmente publicado en SDPNoticias
El siguiente texto tiene como intención ser publicado en el sitio SDPNoticias. Al ser respuesta a otro artículo, tiene formato epistolar. Por ello, sugiero sea consultado antes el artículo de Natalia Colmenares en el mismo sitio: http://sdpnoticias.com/sdp/columna/natalia-colmenares-natcolmenares/2010/07/29/1086744
Estimada Natalia:
Después de leer tu artículo me quedé preocupado. Para comenzar mi crítica al mismo y después desarrollarla me gustaría citarte, no sin antes disculparme por introducir en ésta una serie de reflexiones que lindan entre la postulación de la necesidad de teorizar y de explicitar las posiciones políticas que te hacen 1) identificar a Fernández Noroña como “ultra” de “izquierda” y 2) pensar en la necesidad de prescindir de él. Dices:
“Después del mitin de Andrés Manuel López Obrador en el Zócalo de la Ciudad de México, el señor Federico Arreola escribió en SDPNoticias.com acerca del lastre del ultraizquierdismo que El Peje debe tirar para ser exitoso en su carrera por la Presidencia de la República en 2012. Aunque sé que las habrá, quiero informar que no es mi intención entrar en discusiones aparentemente teóricas sin ningún sentido. No discutiré aquí qué es el ultraizquierdismo, solo diré que es lo mismo que el ultraderechismo pero con el signo opuesto: una actitud ante los rivales poco racional, con arranques violentos, fanática o dogmática, basada en ofensas y calumnias.”
En primer lugar, el mismo hecho de plantear la prescindibilidad de alguien me parece peligroso. Si eso piensan Federico Arreola y tu es algo que respeto, pero que sin duda no comparto.
Sin embargo, conectado con esto, me parece que en el párrafo citado hay cuando menos tres problemas, todos producto de lanzar una crítica que define desde la indefinición y que obvia la definición, y todo porque eso sería hacer “teoría sin sentido”. ¿Cómo se puede definir a alguien de ultraizquierda sin definir su propia posición y sin definir teóricamente las mismas definiciones? Permíteme ejemplificar (después explicaré el problema de mal uso de la analogía): definir a alguien como de “ultraizquierda”, y además hacerlo con esa carga peyorativa (es un lastre), sólo es posible hacerlo (no debatiendo por el momento su existen o no algunas de ellas) desde la izquierda, la centro izquierda, el centro, la centro derecha, la derecha o la ultraderecha (aunque también puede ser desde el socialismo, el comunismo, el anarquismo, el liberalismo, el neoliberalismo, el feminismo, la religión, el ateísmo, etc.). ¿Desde dónde plantean ustedes que Fernández Noroña es un lastre ultraizquierdista”? ¿Desde dónde construyen su crítica a una posición como la Fernández Noroña? Vamos, tengo un problema que bien puede ser clarificado mediante el diálogo y el debate: no alcanzo a ver con claridad (con esa claridad con la que usan el adjetivo de ultraizquierda) el lugar en el espectro político desde donde hacen la crítica a alguien que identifican como “ultra” de “izquierda. Y el problema, querida Natalia, no es “aparentemente teórico sin ningún sentido”, sino un problema de posición política asumible, es decir: que deben asumir, a menos que su elección sea la de nadar en y desde la ambigüedad. Sería bueno que tanto tu como Federico Arreola nos digan “desde dónde hablan y critican”.
Ahora. No te conozco. Digo, me caes bien, pero en realidad no te conozco. Tengo una dificultad para comprender desde dónde adjetivas (equivocadamente) a Fernández Noroña de “ultraizquierda” (que por cierto es el mismo término con el que en los medios se anatemiza a AMLO). En el caso de Federico Arreola la cosa es diferente: lo dejé de leer cuando trabajando en Milenio publicó un artículo donde se auto-identificaba como neoliberal (espero, si lee él esto que escribo, pudiera darnos el dato de ese artículo porque yo lo tiré con el Milenio de ese día; o espero, que en un acto de buena memoria, recuerde por lo menos que lo escribió. Si no se da ninguna de las dos esperas, ya buscaré dicho artículo). Por ello mismo, tiempo después, me extraño su articulación con AMLO, pues entendiendo que éste se auto-identifica como un liberal/nacionalista/místico, me parecía una contradicción el repentino apoyo a AMLO (tal vez debido al temor de un avance de la ultraderecha). Neoliberalismo y liberalismo, a pesar de que en apariencia pudieran tener alguna relación, son proyectos diferentes. Un neoliberal (derecha) y un liberal (aparentemente centro, aunque a la izquierda del neoliberalismo) juntos, me parecía una franca contradicción.
Pero bien, ¿en qué sentido podemos considerar a AMLO de izquierda siendo en realidad un liberal/nacionalista/místico (autodefinición de AMLO mismo en cuanto a lo de místico)? Ya no hablemos de Federico Arreola (si su posición ha cambiado hacia una perspectiva distinta podré corregir lo que vengo diciendo), pero en el caso de AMLO se le puede identificar como tal en el ámbito ideológico de hegemonía neoliberal que estamos viviendo. Y así es: frente al neoliberalismo hegemónico, un liberal bien puede pasar por ser de “izquierda”. Y claro: frente a esta ilusión una persona como Fernández Noroña (que personalmente me parece que tiene actitudes más bien porriles, o irracionales, como bien dices tú) puede pasar como de ultraizquierda. No sé si me explico bien, pero la idea es que si tu (aquí voy a dejar fuera a Federico Arreola) no explicitas “desde dónde” estás pensando o criticando (perdona la reiteración: con la excusa de que no quieres hacer teoría), entonces tu adjetivación es incomprensible e insalvable, aunque avises (te excuses) que como no te quieres meter en “teorías sin sentido”, entonces sólo definirás lo que es “ultraizquierda” por analogía.
Y éste era el otro elemento que quería tocar: el uso equivocado de la analogía para deducir el significado de ultraizquierda. En términos lógicos, tu argumento constituye, con todo respeto, una falacia, injustificable aunque hayas aclarado que no quieres entrar en cuestiones teóricas (perdona la insistencia). El sentido común también tiene su lógica, lo que ayuda dotar de cierto sentido al razonamiento, porque ni siquiera en el ámbito de la opinión personal (que tal persona sea un lastre) ni en el del deseo (no someter tus dichos a una lógica teórica) la falacia es permisible (sobre todo si en el mismo fragmento apelas de forma indirecta a la necesidad de mantener una actitud racional). Lo que quiero decir es que hasta la opinión personal tiene límites puestos por una lógica que le es inherente, es decir: no se vale decir cualquier cosa porque “así lo pienso yo”, principio insostenible en la medida que nos encerraría a todos en la “opinión personal” sin posibilidad de diálogo verdadero, lo que es un atentando contra la política y contra el periodismo (disculpa la dureza, espero no perder, si la tengo, tu estima, porque tu no pierdes la mía).
Ahora vuelvo a lo de la analogía, donde por cierto hay toda una lógica, aunque resulte equivocada. Dices que no vas “a discutir aquí lo que es ultraizquierdismo”. Vaya: si no quieres enunciar claramente tu identificación política y ideológica y prefieres mantenerla en privado (lo que me sigue pareciendo inadmisible, porque no ayuda a comprender bien el “desde dónde” ejerces la crítica), por lo menos si debería haber claridad de qué entiendes por ultraizquierda. Pero no sucede tal cosa; tu recurso es apelar a la analogía en la que defines “ultraizquierda” por la vía de lo que “no es”: “ultraderecha”. Según tú, la “ultraizquierda es lo mismo (aunque no es lo mismo, de ahí la falacia) que la ultraderecha. No sé qué te parezca, pero cuando dices que “ultraizquierda” y “ultraderecha” son “lo mismo” pero “de diferente signo”, en realidad estás diciendo que “no-son-lo-mismo”, porque el “signo” en verdad “significa” (allí caes en el “lugar común” que dice que “signos opuestos” se juntan). Tu idea sería algo así: “como no me quiero meter en cuestiones teóricas y además no quiero enunciar, por lo mismo, mi identificación o mi posición político-ideológica, y como ello me impide entonces definir “ultraizquierda” de modo positivo (por lo que es), lo hago de modo negativo (por lo que no-es): la ultraizquierda es (y al mismo tiempo no-es) lo mismo que ultraderecha”. Pongo ahora sin paréntesis para enfatizar: además de que te vas por el lugar común que dice que “los polos opuestos se juntan”, llegas a una definición a partir del principio de contradicción: ultraderecha y ultraizquierda “son” pero “no-son” lo mismo, principio insostenible no sólo en la teoría, sino también en la práctica (curiosamente, en el debate tuitero con Fernando Belaunzarán, usando el mismo lugar común de que los polos opuestos se juntan, éste lanza la misma crítica de AMLO, pero no asociándolo con la ultraderecha, sino con el PRI).
Todo lo anterior es salvable reduccionistamente. Es posible hacerlo cayendo en el juego de decir: “pues tú tu opinión y yo la mía”. El problema de esta reducción es que anula los alcances de cualquier crítica, dentro de ésta la tuya. Entonces la opinión, cuya crítica es anulada (entendiendo por crítica la posibilidad de pensar los límites y alcances de la opinión), carece de sentido y de valor porque imposibilita un verdadero diálogo (tendríamos dos monólogos; no un diálogo). La importancia de la teoría en política es que pone límites y permite la razonabilidad de lo que se dice y se hace. Si decides ahorrarte la teoría para dar fundamento a la opinión, entonces la opinión carece de articulación y tu calificación de Fernández Noroña se convierte en un mero anatema o excomunión carente de racionalidad (Podrás decir las cosas de manera más elegante, sin caer en el en la violencia irracional del insulto que tanto criticas, pero eso no exime que tu calificación sea todavía más violenta por una aparente lucidez de tus palabras.). Y ese es justamente el problema del discurso político actual (tu opinión se da en un contexto político-discursivo). Puede haber teóricos en el movimiento de AMLO, pero ello no quiere decir que se dé el teorizar, es decir: la reflexión sobre y la postulación del “desde dónde” hablo. Sin ese teorizar la propuesta se convierte en dogma. En tu caso lo notó al hablar con cierta ligereza, a partir de la estrategia política (peyorativamente hablando), sobre la prescindibilidad de Fernández Noroña. Y entonces le dan la razón a los críticos: AMLO es una figura profética que tiene que ser protegido de los judas que lo rodean.
Ahora, esto me lleva a otra idea: el tratamiento que das a Fernández Noroña (con el que nunca estaré de acuerdo) tiene como implicación la universalización de la “forma”, es decir, le das legitimidad a la “forma” como es tratado AMLO; le das legitimidad a la excomunión de éste de la esfera político-institucional. Es un imperativo: si tú usas ciertos recursos para “prescindir” de una persona por su postura radical, entonces legalizas ética y políticamente la exclusión de cualquier otra persona por ser radical. Y es que en verdad tu problema no es que es Fernández Noroña sea de izquierda o de ultraizquierda o política e ideológicamente radical (que es lo mismo que “ultra”), sino su actitud beligerantemente irracional. La ultraizquierda (comunista y anarquista, que para decirlo claro son dos radicalismos distintos; dos formas de “ultra”) me parece respetable; no tiene nada irracional, aunque sí de beligerante. Cuando usas (y si así lo hizo Federico Arreola me lo parece también) el adjetivo de “ultraizquierda” para identificar la postura irracional de Fernández Noroña, tú misma estás cayendo en una posición irracional, en la medida en que no hay un discernimiento (no tiene que ser teórico, puede ser desde la intuición o la posición política) sobre los términos que usas, sobre todo porque tu opinión no se queda en el marco de lo personal, sino que avanza hacia la reflexión pública. Lo digo de otro modo: si dices que Fernández Noroña es de “ultraizquierda”, lo estás diciendo es que es una persona “estando políticamente en la izquierda se ha radicalizado ideológicamente”. No soy nadie para decir cómo debes decir, pero creo que tu lo que estás planteando es que Fernández Noroña “es una persona irracional cuya estrategia de la mera ofensa, el insulto y la descalificación no tiene sentido político”. No sé dónde ves tú la radicalización política e ideológica, lo que me hace preguntad de nuevo: ¿qué entiendes por izquierda?, pregunta completamente válida, aunque implique meterse en teoría. Claro y de nuevo: no te pido que teorices, te pido que asumas una posición.
Estimada Natalia: por ahorrarte palabras y evadir la teoría; por seguir el camino más fácil, caíste en un punto sin retorno, porque lo dicho… dicho está. ¿No habría sido más fácil, si decidiste por ese camino, decir que Fernández Noroña, por su radicalismo irracional (que no es de ultraizquierda; ojalá lo fuera, así al menos sus actitudes tendrían algún sentido), es prescindible para el movimiento de AMLO? Claro que con eso también podríamos dar razón al PRD que dice que AMLO, por su radicalismo irracional (a juicio de su dirigencia), es prescindible. Todavía más: podrían decir, como dicen muchos, que es prescindible, por su radicalismo irracional (a juicio de buena parte de la opinión pública) de la política en general. Yo creo que esa no es la vía.
Disculpa si he sido duro, pero hay cosas que me parecen inadmisibles. Seguramentehabrá cosas en las que me equivoque. Siendo tal el caso, acá estoy siempre listo para debatir.
Saludos
Favián

jueves, 29 de julio de 2010

¿Qué le pide la izquierda institucional a Cayetano Cabrera?

Hace pocos días escribí un artículo (http://reflexionessobrefilosofaypoltica.blogspot.com/) intentando reflexionar sobre el tratamiento que se la ha dado en los medios y en general en la opinión pública a la huelga de hambre de Cayetano Cabrera. En dicho artículo sostenía que había una contradicción y una paradoja en el pedido de medios y opinión pública (expresada por cierto en los medios) a Cayetano Cabrera de seguir los causes institucionales/legales, cuando estos mismos fueron el soporte que llevo a Cabrera a tal situación. Mi idea en el artículo era que en el ámbito del capitalismo y la democracia liberal, el marco institucional jugaba en realidad como camisa de fuerza para sectores sociales a los que desde el mismo marco se les despojaba de un derecho humano fundamental, en este caso el derecho a trabajo. Mi juicio era que en el ámbito del capitalismo y la democracia liberal opera una racionalidad economicista y legalista (en contraposición a una racionalidad ética) que al desnaturalizar el trabajo, al verlo como algo externo y accidental al trabajador, no objetiva sólo al trabajo sino al mismo trabajador, lo que lo hace prescindible. Para decirlo de modo simple: según una racionalidad economicista y legalista, que da forma a nuestro sistema de relaciones y a nuestro mundo jurídico, el derecho al trabajo no es fundamental. Siendo así, la única forma de reivindicar tal derecho es salirse de esa lógica y de esa institucional (para más detalles ver mi artículo).

En el mismo tema quisiera ahora escribir algo distinto: el pedido desde una izquierda institucional (II) que, cediendo en lo fundamental a un pragmatismo político sin contenidos éticos y sociales, reduce una acción de resistencia social y de interpelación ética a un tema meramente político, es decir: a una cuestión de "efectividad". La idea es que esta II, pragmática, realista y positivista, alejándose del núcleo ético-crítica que da sentido y significado al "ser de izquierda", ha olvidado el carácter eminentemente utópico de su hacer político, es decir: lo político como actividad transformadora de "lo social". Mi tesis es que a partir de una lógica de tipo político, escindida paradójicamente de otra de tipo social (que desde una perspectiva tendría que ser una misma, por eso hablo de esto como una paradoja), hay una cierta valoración de la acción (huelga de hambre) como algo políticamente incorrecto.

Lo anterior tiene que ver con un hecho fundamental: la dificultad de reconocer que en un medio democrático liberal, una cosa es vivir dentro de sus marcos al mismo tiempo transgrediendo los obstáculos que en éste se presentan, y otra es aceptar las contradicciones del sistema como hecho insuperables. Mi idea es que la II vive en una suerte de conversión fundamental a partir del desplazamiento histórico de los proyectos históricos de izquierda, hecho que ha obligado a aceptar la desmesurada fe en el horizonte democrático-liberal y en lo político como forma profesionalizada y deslindada de lo social, lo que ha implicado que la II asuma una posición más bien contemplativa del "hecho social" sin intentar acercarse y mucho menos respaldar al movimiento social que, en este caso, ha mostrado tener la razón. A pesar de ello la II se ha hecho omisa. Y la omisión es una forma de acción que, en este caso, podría tener consecuencias trágicas.

Comienzo: una de las cosas que más me preocupa de la II es su caída en lo que yo llamo "reduccionismo democratista". Hay muchos elementos que uso para definir dicho reduccionismo, pero en este caso quiero referirme a uno en concreto que no he podido desarrollar en otros textos y que me atrevería a definir como "reduccionismo político". ¿En qué consiste éste? Para decirlo simple y breve: en la politización de lo social, es decir: en la pretensión (sana, por lo demás) de dirimir el conflicto social dentro de la esfera político-ideológica y dentro del ámbito jurídico-institucional. La II, evitando caer en el síndrome del populismo, ha adoptado una posición voluntarista que se expresaría en el principio de que el conflicto social desaparece por medio de decretos de tipo político. Lo que hemos presenciado entonces es el desplazamiento de "lo social" y su reducción a lo "lo político". La II, pragmática y pragmatista, ha sufrido de una caída en lo que definiría como una fe exacerbada en la negociación política. ¿En qué sentido? Aquí es donde quisiera profundizar y ponerme un poco más teórico:

Pienso que lo que ha perdido la izquierda institucional mexicana es el propio fundamento del por qué hacer política. Diferenciando entre fundamento y fundamentalismo, lo que ha perdido es el núcleo ético-crítico (fundamento) que significa al hecho de "ser de izquierda": el reconocimiento de que en un ámbito de competencia económica, que en realidad es una forma de competencia social, no puede lograrse un equilibrio que permita una vida armónica y pacífica. ¿Cómo puede lograrse una vida social armónica si lo que tenemos es un régimen de explotación social? Por ello, no importando a qué sector de izquierda se pertenezca, se reconoce que un mundo socialmente justo sólo es posible en la lógica social de transformación. Lo político, para el caso, no es sino lo social llevado a otro nivel. Sin lo social las políticas de la izquierda carecen de sentido, por lo que la II se encuentra en una terrible contradicción: pensar que desde "lo político" escindido de "lo social" es posible construir un mundo más justo.

Permítanme profundizar sobre algo más: pienso que el sentido de hacer política desde una perspectiva liberal y de izquierda tiene diferencias. Ambas perspectivas implican una profesionalización de la política; en ese sentido se parecen. Pero en el caso del liberalismo dicha profesionalización tiene un sentido político, no económico ni social. Allí juega un elemento difícil de discernir: la política, en el ámbito del liberalismo, es la forma de preservar la libertad de expresión, de culto y de creencia. Pero ese sentido de hacer política se olvida de un hecho fundamental: la desigualdad social. En ese sentido se entiende actualmente la política, aunque poco a poco, sobre todo a partir de las teorías de la justicia distributiva, se ha introducido el problema de la desigualdad social, problema sin embargo irresoluble desde una perspectiva "solamente" liberal.

Aquí es donde la izquierda debe aparecer en el actual horizonte democrático. ¿Qué es hacer política desde la izquierda? Para mí no sería sino llevar lo social a otro nivel, es decir: no sólo preservar aquellos elementos fundamentales del liberalismo, sino poner sobre la mesa las formas para lograr una socialización de la riqueza y de la propiedad. El problema del liberalismo, para que no piensen que se me ha olvidado, no está en el tema de la libertad de conciencia, sino en la conexión que hace con el tema de la propiedad, que es una deficiencia que las izquierdas intentan subsanar políticamente (me refiero al reformismo como postura triunfante en las izquierdas). La política, desde una perspectiva de izquierda, no es solamente la forma de preservar la diferencia (ideológica, religiosa, cultural), sino la forma de solucionar el problema de la desigualdad (social y económica). El sentido de la izquierda en el ámbito político de la democracia liberal, es poner sobre la mesa lo que la perspectiva liberal no pone por sí misma. El centro de la actividad política es lo social, entendido como "lo utópico" en el horizonte liberal puesto que aunque irrealizable es igualmente irrenunciable. No es lo posible desde lo posible lo que marca la pauta del actuar político de izquierda, sino lo imposible desde lo posible, que no es otra cosa que mantener la posibilidad de lo imposible "aquí y ahora". En este sentido, lo utópico es la irrupción en el horizonte, la transgresión de una legalidad cerrada que por histórica es superable.

Es este punto justamente el que más me preocupa. La II, desde que se forma como PRD, comenzó un proceso de escisión y desplazamiento de la lucha social. Su localización en el ámbito puramente electoral condujo a una suerte de reducción de la política en la medida que centra la acción en el hecho puro de la representatividad. Como tal, la representatividad no tiene como función revelar el conflicto social, sino subordinarlo a lo político. Allí, a mi juicio, hay una suerte de marco deshistorizante que invisibiliza el conflicto social maquillándolo de "diferencia política". El movimiento social, que busca hacerse evidente en un marco legal e institucional que violenta sus derechos anteriores al pacto político entre políticos, queda en los márgenes de la legalidad y por tanto de la consideración ética y política (cuando debería ser al revés). Allí se presenta un claro deslinde entre lo político y lo social en la II.

Lo anterior en un sentido profundo. En un sentido más superficial, hay otra forma en la que lo social queda subordinado a lo político: ya no es el partido el que sirve en el marco institucional al movimiento y a la lucha social, sino que el movimiento social debe servir como fuerza electoral. Ya después no sólo deslindó lo político y social poniendo al segundo en función del primero, sino que terminó desconociendo precisamente lo social como el lugar de la acción política. El trauma del priismo y el giro ideológico producto del fin de la experiencia soviética, produjo un quiebre entre movimiento social y partido. Allí la izquierda institucional mexicana ha puesto lo político como centro olvidándose de la acción social, deslegitimando a esta última como mecanismo de transformación. A juicio de nuestra II (y perdonen la reiteración; sé que afea el texto pero creo que es necesario) la acción de los movimientos sociales carece de sentido en tanto que no enuncia su proyecto desde el marco de "lo posible", que no es otra cosa que el "ámbito político" dirigido a mantener el tema de la libertad de las diferencias sin poner en la mesa el de la desigualdad social. Para nuestra II, en un ámbito de normalidad democrática, "lo realmente posible" (por eso me refiero a esta izquierda como "realista/positivista) es el único criterio de acción, es decir: la garantía de la libertad de las diferencias. Lo demás, lo relacionado con la desigualdad social y las demandas de los movimientos sociales (que en realidad no me parecen descabelladas y sí posibles en el ámbito democrático-liberal) por irreal carece de efectividad.

Y entonces viene lo aterrador: Cayetano Cabrera, que está en huelga de hambre no buscando la muerte, sino usándola como mecanismo de interpelación ética del poder, es desconocido desde la misma izquierda porque su estrategia no es efectiva políticamente. En un ámbito de naturalización de la concepción liberal de democracia aceptada plenamente por la II, para ésta resulta lógico el pedido al luchador social de que siga los cauces institucionales, en este caso: la negociación política. La izquierda ha aceptado el régimen abstracto en el que la normalización democrática hace posible otras formas de dirimir el conflicto social sin atentar contra el orden público. Teóricamente, en democracia, salir a la calle u otras estrategias, en este caso la huelga de hambre, resulta contradictorio: como contamos con un régimen político y jurídico justo porque es democrático, tanto el régimen político como jurídico aseguran la justeza de los veredictos sobre ciertos problemas, lo que hace inviable la lucha social por fuera del marco político e institucional.

Para la izquierda, la huelga de hambre debería ser parte de un juego de estrategia política, de negociación. Ésta no se da cuenta de que el SME y Cayetano Cabrera están localizados en la lógica de la lucha social porque la vía jurídica y política ha reiterado en el despojo. En un gesto más bien moralino y pseudosolidario, le piden a Cayetano Cabrera ceder en su estrategia en la medida que su muerte vendría a detonar el conflicto social.

Aquí me voy acercando al punto teórico que me interesa: esta izquierda no se da cuenta de que el conflicto siempre ha estado allí; que no desaparece en la medida que se atenúa el conflicto ideológico y político. Vamos: el conflicto social es un hecho fáctico que no puede ser revertido políticamente y sí socialmente. El vuelco de la izquierda hacia la política institucional, es decir: su vuelco a la negociación dentro y con los partidos y con el gobierno, ha servido como mecanismo de ocultamiento del conflicto social. Pero no piensen mal: la izquierda debe hacer eso. Por eso se conforma en partido. Pero debe hacerlo sin dejar de ver lo otro: al movimiento social.

Para finalizar pregunto: ¿qué pasaría si el PRD y las demás izquierdas políticas (que no sociales) en lugar de criticar la estrategia la apoyaran? ¿Cómo impactaría si las izquierdas institucionales hacen acto de presencia en el movimiento social? Si se trata de darle sentido político a la lucha social, ¿por qué no se lo dan ellos? ¿Por qué no discutir y apoyar públicamente el tema? ¿Por qué no presionan en función de lograr justicia para los trabajadores? Si lo que les preocupa es la vida de los huelguistas y ellos son la representación política de la izquierda en el gobierno, ¿parte de la solución al problema está en sus manos? Pero como la izquierda partidaria ha escindido la lucha política de la lucha social; como ellos solamente se ocupan de la primera, abandonan a su suerte a los movimientos sociales. La falta de presencia de la izquierda institucional en el movimiento social, sin aspiraciones a dirigirlo, es un hecho que abona a la posible muerte de los huelguistas. La izquierda, si bien decide no asumir la responsabilidad política de los actos de los movimientos sociales, sí tiene responsabilidad ética para con ellos. Es curioso: no temen aliarse con el PAN, pero sí temen aliarse con los movimientos sociales. ¿Acaso les da miedo que el rechazo y la crítica mediática afecten su imagen en función de la lógica electoral? Yo creo que sí.
Texto originalmente publicado en sdpnoticias.com

sábado, 17 de julio de 2010

Para comprender a Cayetano Cabrera

El presente texto es producto de una preocupación en los últimos días: el tratamiento que se la ha dado en los medios y en general en la opinión pública a la huelga de hambre de Cayetano Cabrera. Un tema como éste pareciera, en primera instancia, no contener elementos teóricos en general y filosóficos en particular. Me idea es que precisamente la ausencia de elementos teóricos y filosóficos en el análisis del fenómeno en los medios, lo distorsiona. Me parece que una valoración justa del hecho sólo es posible abriendo las perspectivas desde donde se piensa, lo que implica que la teoría en general y la filosofía en particular metan su cuchara. Así, en este ensayito, doy mi opinión sobre lo que constituye el centro de la desvalorización de la huelga de hambre de Cabrera: la forma como se considera el trabajo y como se institucionaliza en el ámbito del capitalismo y el proceso de “normalización” democrática en México.
Dos aclaraciones: si bien la filosofía siempre me sale al paso, el presente no es un estudio filosófico. Véase como una opinión razonada en las se mezclan cuestiones teóricas y donde no se pretende hacer teoría. Por otro lado y por lo mismo, aunque siempre sale la filosofía, ello no implica asumir una posición pretendidamente neutral y objetiva.
Otra cosa: permitida su reproducción parcial y total por cualquier medio.
¿Es el “trabajo” (con toda la complejidad histórica y filosófica que encierra el concepto) un derecho natural y humano? ¿O “lo natural y humano” es que en el mundo actual la gente simplemente pierda su “trabajo”? El problema planteado, cuya respuesta no se antoja fácil a primera vista, puede ser asumido desde al menos dos perspectivas: una, digamos “positivista” o “realista”, en la que predominaría una suerte de racionalidad economicista y legalista, y otra, digamos “metafísica” y “negativa”, en la que predominaría una racionalidad ética.
Ahora, no quisiera detenerme salvo por un momento en el trasfondo conceptual y filosófico de lo anterior. Lo expongo como simple índice de lo que es debido hacer para responder la pregunta “desde otro lugar”, que no es sino un “punto de vista” que denomino como “negativo” en la medida que asume que hay “algo no visto” en la perspectiva que asume que no “está mal” que la gente pierda su trabajo, y “metafísico” (meta-physis, donde physis se entiende como “natural”) en tanto que intenta “ir más allá” de la comprensión que entiende que eso (que la gente pierda su trabajo) es “natural” (physis).
Veamos: desde la physis moderno-capitalista, ¿qué es el trabajo? El trabajo no es sino una mercancía. Entrando en contradicción con el ethos que lo funda, en el capitalismo avanzado el trabajo ya no es fuerza vital ni medio de realización del hombre. Es, para decirlo en términos llanos, algo que compra el dueño de la fábrica y la empresa en función de la generación de capital que desde ya (dicen) es socializado por medio del trabajo (el trabajo genera riqueza para la empresa y la empresa la socializa dando o manteniendo trabajo). El trabajo no es más la realización de la idea que pone el sujeto en el intercambio de materia con la naturaleza, sino un hecho accidental y como tal externo al sujeto, a tal grado que el trabajador termina por sentir su trabajo como algo extraño (enajenación).
Sin embargo, ese no era mi punto. Mi punto es que en su conversión en mercancía; en algo accidental, externo y extraño, al “desnaturalizarlo” pues, el trabajo (como cualquier otra mercancía) se hace desechable. El problema es que dicha conversión del trabajo, que siempre es “trabajo de alguien”, no sólo convierte a éste en mercancía desechable, sino que lo hace con el mismo trabajador. La objetivación del trabajo en el mundo moderno-capitalista termina por objetivar al mismo trabajador, por hacerlo objeto como cualquier otro objeto en el mundo. Trabajo y trabajador son convertidos en cosas útiles y dispensables en función de los requerimientos del mercado
Pero, ¿qué es el mercado? Como no soy economista diré lo siguiente: es una entidad “ideal” (physis) que goza de existencia real, objetiva y autónoma. Es, además, acto y potencia y causa y efecto de sí mismo. Su naturaleza es “ideal” pero va materializándose en la historia, es decir: en su propio desarrollo y marcha (¿al conocimiento de sí mismo?) al mismo tiempo dando forma al mundo institucional, pero siempre en la medida que podamos intuir, comprender y expresar en teorías su naturaleza. ¿Y qué decimos? El mercado es physis (lo natural) y arjé (origen, comienzo, principio); es ser, es sentido; es el espacio y el tiempo en el que nos movemos. El mercado, para decirlo pronto, es el Dios de un mundo secular que va poniendo a cada cosa en su lugar. La historia misma es la historia del mercado y el hombre se encuentra en esa historia en tal punto en que es capaz de reconocer tal hecho, de allí que se dé a la tarea de ayudarle en su proceso generando marcos jurídicos que le den “legalidad”.
Éste es el punto al que quería llegar. Uno de los problemas que entraña la concepción liberal de democracia y su uso neo y ordo liberal, es justamente la creación de marcos institucionales en función de la realización del mercado. Ese marco institucional, en un ámbito neo y ordo liberal, a pesar del liberalismo mismo, tiene como meta hacer funcional el sistema de relaciones a favor del mercado. Vaya: lo que quiero decir es que con el marco institucional democrático-liberal se busca afianzar un régimen de libertad política y jurídica que no atente contra el mercado. El mercado enmarca al mismo marco institucional que afianza un régimen de libertad política y jurídica que le es funcional al mercado mismo.
Aquí me gustaría hacer un paréntesis. No recuerdo dónde, pero por ahí Marx dice algo así como que los frutos de la cabeza del hombre han terminado por imponerse a su propia cabeza. Esto lo digo porque no vayan ustedes a creer que ando en la creencia de la existencia de tal idea de mercado. Lo que intento denotar con las metáforas semi-religiosos es justamente lo que dice Marx: el mercado, como fruto de nuestra cabeza, ha terminado por imponerse en nuestra propia cabeza de modo tal que, como dice el mismo Marx, si la sacamos de ésta (la cabeza) sentimos que corremos el peligro de ahogarnos.
Y justamente este era otro punto: la esotérica capitalista, la superstición mercantil, la idea de que el mercado, en tanto entidad con existencia y desarrollo propio, vendrá en su realización a crear un régimen generalizado de bienestar, ha conllevado justamente la pérdida de la libertad. La “naturalización” del mercado; el mercado como physis originaria de historia y cultura, ha significado la renuncia del hombre a crear un mundo más justo en términos sociales. Lo que toca al hombre es construir un marco institucional que garantice paz social. La justicia social, sin embargo, no compete al hombre, sino al mercado. En una sociedad sin conflicto social el mercado encuentra suelo fértil para “dar” justicia. En una sociedad que evidencia conflicto social sólo hace que la justicia social, que sólo es capaz de dar el mercado, tarde en materializarse. Por ese motivo, en el actual régimen democrático, la diferencia social desaparece por decreto: ya no hay lucha de clases sino solidaridad interclasista; ya no hay patrones ni trabajadores, sino empleadores y empleados. Paradójicamente, contra la comprensión del trabajo como fuerza vital y medio de realización y contra la idea de trabajo como productor de riqueza, se ha creado una “mística” de trabajo en la que éste, por sí mismo, es una actividad “liberadora”. El capitalismo ha generado un nuevo ethos del trabajo (tal vez no nuevo; ya lo había planteado Max Weber) que define que el trabajo en sí mismo retribuye, no importando ni las condiciones ni el salario. De hecho las condiciones son algo así como un reto y el salario un obstáculo. “El reino del mercado será de los pobres”.
En sustitución lo que nos da la democracia liberal es la posibilidad de mantener el conflicto político (un conflicto bastante mechado). Las diferencias sociales se dirimen políticamente. O podemos verlo de otro modo: la desigualdad social se atenúa políticamente. Ricos y pobres; empresarios y trabajadores, son todos ciudadanos. Todos votamos y tenemos capacidad de elegir representantes, que son los que llevaran a los espacios creados para dirimir el conflicto nuestra voz y nuestros reclamos. No sólo eso: también deliberamos públicamente a través de los medios (que para lo que viene hay que decir que son parte del mundo institucional, es decir: del mundo humano). En función de serles funcionales al mercado, el conflicto mismo es institucionalizado. Pero no me malentiendan: eso es más que deseable. La violencia siempre será algo indeseable. El problema es que el conflicto social no desaparece por el hecho de que sea deseable y no puede sustituirse por mecanismos políticos y jurídicos.
Pero vamos a concretar. Mi idea es que la naturalización del mercado y la desnaturalización del trabajo es parte de una imagen de mundo que no puede producir sino injusticia. Me parece que una perspectiva crítica tendría que ir en reversa: renaturalizar el trabajo y desnaturalizar el mercado. Una perspectiva metafísica negativa, porque se pone frente a la physis (naturalización) del mercado e intenta ver los deshechos que el capitalismo va dejando, debería partir de una revaloración del trabajo como fuerza vital y como medio de vida por encima de su mercantilización. El trabajo es un elemento constitutivo del ser del hombre. El hombre piensa y delibera; por ello es conciencia libre (no a la Hegel por el momento). Pero eso no es suficiente: es libre porque actúa, porque es capaz de dirigir su voluntad según lo que piensa. Todavía más: es libre porque es capaz de procurarse sus medios de subsistencia y crear un mundo pensando y actuando. Eso es el trabajo. No es algo accidental ni externo al hombre. Si se ha vuelto extraño y hasta doloroso es, precisamente, por su mercantilización. El hombre al que le es arrebatado su trabajo se le despoja de parte de su vida. Solamente en el capitalismo, despojar a alguien de parte de su vida, se ve como algo natural. Y es todavía peor ser despojado del trabajo en el capitalismo. En un mundo donde prácticamente todo intercambio de productos es monetario, quien es despojado de su trabajo se queda sin comer, sin vestir y sin hogar.
Ahora, ¿por qué todo lo anterior? Simple: Cayetano Cabrera, (ex) trabajador de la compañía “Luz y Fuerza del Centro”, tiene hasta estos momentos más de 80 días en huelga de hambre. ¿Motivo? Fue despojado, junto con más de 40 mil personas, de su trabajo. Quisiera plantear los ejes fundamentalmente económicos y políticos que llevaron a tal despojo, pero no es mi idea. Lo que aquí quiero expresar es que tal despojo, en el que priva una racionalidad economicista y legalista, es éticamente injustificable. El problema es que a mi juicio, en un mundo donde se ha naturalizado la desnaturalización del trabajo; en un mundo que ha aceptado su mercantilización, tal despojo se ve como algo normal. ¿Por qué? Porque la extinción de la compañía es una acción de Estado que se da en un marco legal. Peor todavía: la acción de Cayetano Cabrera se ve como una anomia política. Me he animado a escribir todo esto frente a la opinión generalizada de que en un régimen democrático esa forma de lucha carece de sentido. La opinión, sobre todo en medios, es que toda lucha debe darse en los marcos legales e institucionales. Salirse de esos marcos convierte un acto de resistencia de tal calibre en una necedad y/o exageración. Eso cuando menos; cuando más se dice de Cabrera que es un vil instrumento de una dirigencia sindical corrupta. No sólo se le ha quitado su dignidad al despojarlo de su trabajo y se ha descalificado su lucha, sino que además se le acusa de imbécil.
Otro problema es el relacionado con una exigencia desde los medios: se le pide a Cabrera respeto por los marcos institucionales y legales disponibles. Para los medios y sus analistas, en un país que entra en normalidad democrática, una huelga de hambre es poco democrática. Les resulta incomprensible y sin sentido una estrategia para enfrentar formas propias de países autoritarios. Y entonces, de forma injusta, se usa la analogía: en los medios y en la opinión pública se enaltece una acción similar en Cuba (no voy aquí a hablar de Fariña; simplemente lo pongo como ejemplo) en la defensa de un derecho fundamental, pero se critica ese mismo mecanismo en la defensa de otro derecho fundamental (a menos, de nuevo, que se piense que el trabajo es un derecho fundamental).
Sin embargo, lo que los medios (sobre todo los analistas) no son capaces de ver (y es hasta cierto punto comprensible) es 1) la perspectiva, el fondo, el horizonte desde donde se comprende y conceptualiza al mismo trabajo y a las relaciones sociales, y 2) la forma como se configura un régimen cuya consideración e institucionalización del trabajo y las relaciones sociales no da sino para estrategias de resistencia y lucha tipo “huelgas de hambre”.
El problema que tiene nuestra democracia es que los marcos institucionales y legales son el soporte de actos autoritarios, precisamente por el horizonte desde el que le asignamos valor a las cosas y a las personas. Una democracia que no se preocupa, por ejemplo, por el tema da la pobreza en términos substanciales y sí sólo colaterales, poco se preocupa por un tema tan filosófico como el problema del trabajo. Casos para ejemplificar hay muchos. No es sólo el SME, que es un caso cuyas dimensiones lo hacen visible. Hay que ver la facilidad con la que en este país se despoja y se maltrata al trabajador con la excusa de combatir sindicatos corruptos. Todavía más: es impresionante ver cómo la racionalidad economicista nunca es puesta en tela de juicio. En un gesto típicamente populista, se nos dice (y se nos convence) de que despedir gente o despojarlos de su trabajo o disminuir salarios, son acciones en nuestro propio beneficio. La racionalidad economicista y legalista, que responde a un horizonte historicista (en sentido peyorativo), realista y positivista, se ha acostumbrado a trabajar con datos. Ya no hay personas; hay datos. Y Cayetano Cabrera se está jugando la vida porque se niega a ser un dato. El problema no es si legal y/o económicamente se justifica el despojo del medio de vida de los trabajadores, sino que la perspectiva y la racionalidad desde la que se levanta el aparato legal e institucional está equivocada. Cayetando Cabrera se está jugando la vida simplemente porque anterior al hecho ya había sido despojado de ella.
p.d. muchos me acusarán de ingenuo: la vida es así, me dirían. Yo digo que prefiero ser ingenuo a cínico.