miércoles, 22 de diciembre de 2010

Reflexiones sobre el uso de la violencia a partir del caso Ceballos

Supongamos que el secuestro de Diego Fernández de Cevallos fue cierto. También supongamos que los secuestradores tienen un ascendente ideológico que permite pensar el suceso desde una dimensión política. En este sentido, atendiendo a lo dicho (que el suceso tiene una dimensión política, o para decirlo de otro modo: social) me gustaría que el presente se leyera como algo que si bien no puede desligarse por completo del suceso, no tiene por qué quedar anclado a éste en su desarrollo. El suceso es, simplemente, un punto de partida que funciona como excusa para pensar el tema de la violencia, sobre la legitimidad de su uso en contexto de marginación, explotación y de pobreza, por otros sujetos que no son propiamente el Estado, y que en el comunicado de los exmisteriosos desaparecedores aparecen agrupados en esa figura ambigua denominada como “pueblo” (el problema es cómo entender esto del “pueblo”. Para no eludir y resolviendo el problema de “no ser Estado” usará el concepto no como populus sino como pauper).
Por lo dicho, me gustaría recitar las palabras de Bertold Brecht al comienzo del comunicado. Va del siguiente modo:
"Los clásicos no establecieron ningún principio que prohibiera matar, fueron los más compasivos de todos los hombres, pero veían ante sí enemigos de la humanidad que no era posible vencer mediante el convencimiento. Todo el afán de los clásicos estuvo dirigido a la creación de circunstancias en las que el matar ya no sea provechoso para nadie. Lucharon contra la violencia que abusa y contra la violencia que impide el movimiento. No vacilaron en oponer violencia a la violencia."
Me parece que la cita de Brecht, por su sencillez y honestidad, nos permite romper muchos esquemas mentales (políticos) con los que veníamos trabajando, provenientes en buena medida de las teorías clásicas de las justicia. Y vaya: no es Brecht en sí mismo, sino su aplicación a una situación concreta que ha terminado por desdecir fórmulas teóricas que han sido hispostasiadas y a las que hemos terminado por subordinar la realidad. Efectivamente, los clásicos de la filosofía pensaron en función de la construcción de una sociedad en el que el uso de la violencia no fuera “provechoso”, pero admitían que en muchos de los casos ésta es la única forma de detener a los que hacían uso de la misma de forma arbitraria. De allí provienen, por ejemplo, las figuras del “filósofo gobernante” en Platón, del Leviatán en Hobbes y del gobernante en Locke, claro está, con sus respectivos matices. Para estos teóricos, la violencia es indeseable, pero aunque así también es necesaria, de allí que su indeseabilidad no implica de hecho que sea innecesaria, sino lo innecesario de su uso sin sentido (perdón por la cantinfleada). Lo arbitrario de la violencia no está marcado por la violencia en sí, sino por su uso egoísta, es decir: irracional, sin sentido, sin sustento.
Lo que quiero decir es que el uso de la violencia no desaparece ni teórica ni prácticamente. En todo caso se relocaliza y se juridiza (¿está bien decirlo o así o me estoy pasando con los neologismos). Lo que desaparece en todo caso es su uso arbitrario, irracional, sin sentido, provechoso (dice Brecht); la violencia como pulsión egoísta producto del deseo del individuo por poseer lo que posee el otro y que se ha ganado con su arduo trabajo. Otra forma de violencia, racional diríamos, o racionalmente controlada, suplanta la violencia como pulsión natural. Ese tipo de violencia no es entonces provechosa; tiene un sustento y un sentido, que es el de producir y reproducir la vida. Es la violencia monopolizada por el Estado, como ese subjectum jurídico que ordena el mundo de relaciones y que evita el uso provechoso y egoísta de la violencia.
Aquí el problema es que a la tradición que ha pensado el tema de la violencia se le han escapado algunos detalles. El primero y más simple tiene que ver con el ámbito ideológico desde el que emerge su teoría. Sobre todo en la modernidad, donde la teoría aparece con estatus de cientificidad, se pensó que lo ideológico había sido dejado de lado, como si en principio la teoría no respondiera sino a sí misma y no a una imagen o idea de mundo. La ruptura epistémica en la modernidad se pone como a priori que organiza el mundo de relaciones, sin reflexionar que paralelo a la ruptura epistémica se va formando el mundo de relaciones que de algún modo determina la construcción del conocimiento. Para decirlo de forma sencilla, la teoría tiene un sustrato ideológico no visible en primera instancia, lo que pone en tela de juicio las pretensiones de objetividad de las teorías que surgen en relación con el contexto socio-histórico, incluidas las teorías políticas y sus formas de considerar la violencia.
A estos teóricos también se les escapó un elemento que a simple vista parece una nimiedad, que es el problema de la clase. No quiero por el momento meterme mucho en el asunto, salvo repetir brevemente un hecho fundamental que hasta el momento sólo ha observado Marx, que es el reconocimiento de que todo Estado defiende los intereses de la clase dominante. El Estado, en su forma jurídica e institucional, histórica, no es una instancia neutral. Como en casi todo, el Estado también está penetrado por lo ideológico, de modo tal que el uso de la violencia resulta provechoso para la clase dominante. La institucionalización de la violencia no es sino una forma jurídica que autoriza moral y jurídicamente al Estado a usarla a favor de algunos y en detrimento de otros. Para decirlo de modo simple, de la misma forma como muchos hablan de la imposibilidad de que Dios sea violento y de que en todo caso es justo, desde esta perspectiva, ya arraigada profundamente en nuestra cultura política, nuestro régimen político (social) y jurídico no produce violencias, sino reparte justicia.
Ahora. Los dos puntos anteriores van de la mano. El Estado como única instancia legítima tanto moral como políticamente que puede o no usar de la violencia, requiere de formas teóricas que den dicha legitimad moral y política. Y lo anterior no es poca cosa. Más allá de mostrar la indisoluble relación entre saber y poder, lo que se pone es el elemento volitivo común en ambas esferas que derivan en una forma o un estilo de gobernar. Foucault, por ejemplo, no habla sólo de saber y Nietzsche no sólo habla de poder, sino de una voluntad de saber determinada por algo que está más allá del saber mismo, posiblemente relacionado con la voluntad de poder. Vamos: el saber mismo de lo social no tiene un ritmo propio, sino que se relaciona con algo externo que funciona como determinación; y el poder requiere de bases teóricas para darse sentido y permanencia, encontrando en el saber de forma ideológica (aparato ideológico del Estado).
Así, la monopolización de la violencia por parte del Estado tiene un correlato teórico y discursivo que hay que desmenuzar. No es éste el espacio para hacerlo. Pero su importancia radica en contraponer teórica y discursivamente otra forma de pensar que dé amplitud al tema de la violencia, porque no queda claro que en el proceso de hegemonización de la violencia por parte del Estado hayamos llegado a un punto en que otras formas de violencia carezcan de legitimidad. En la ilusión democratista es así: nosotros, el pueblo, tenemos que actuar siempre de forma ética, cumpliendo con el deber, más allá de lo que podamos recibir a cambio de este cumplimiento. (Evidentemente aquí estoy recuperando a Kant, quien nos dice algo así como “que tu voluntad brille como una joya por sí misma más allá de lo que puedas obtener a través de ella”. La idea es similar: nosotros el pueblo, como voluntad general, debemos brillar como una joya, debemos ser buenos, más allá de lo que recibamos a cambio.) Es decir: tenemos la obligación de respetar la ley, no usar la violencia por ejemplo, so pena de ser juzgados como inmorales e ilegales o transgresores de la ley. Vaya: hemos cedido el uso de nuestro poder; lo hemos cambiado por el voto, como forma civilizada de dirimir el conflicto, como si el conflicto social producto de la pobreza y la explotación pudieran dirimirse discursivamente o parlamentariamente.
Sin embargo la cosa no es tan simple. Inclusive en los clásicos de la filosofía política el pueblo o la sociedad tienen un margen de derecho al uso de la violencia. ¿Cuándo? Ahí las respuestas varían. En algunos casos, cuyo pensamiento perdura hasta la actualidad, la sociedad tiene derecho a ejercer la violencia si el Estado no cumple con su misión: la protección de la propiedad. El Estado tiene el monopolio de la violencia para sancionar al que usurpa la propiedad de otros. Si el Estado no protege ese derecho, la gente tiene derecho a rebelarse (es como si hubieran presentido que algún día llegarían Marx y los anarquistas y se anticiparan para mostrar la inviabilidad teórica y práctica de cualquier proyecto de propiedad colectiva y comunitaria). En este caso la sociedad no puede rebelarse por cuestiones sociales. La desigualdad, al ser natural, implica que también lo es la pobreza, de la cual se sale sólo con arduo trabajo. De nuevo, hasta que llegó Marx se hizo claro que en el capitalismo esto es imposible, precisamente porque al convertirse el trabajo en mercancía (una mercancía más) y el hombre en un ser explotado, la idea de que éste se supera personalmente a través del trabajo resulta contradictoria con la realidad, lo que revela la teoría como mera ideología.
En el sistema que vivimos hay una violencia ideológica que se traduce en violencia material; o una violencia contra la vida que se legitima a través de la producción científica (de los social) y discursiva. La pobreza es en sí misma una forma de violencia; lo es más si a esa pobreza le sumamos el hecho de la explotación. Todavía es peor si le sumamos el factor ideológico que naturaliza tanto la pobreza como la explotación (construcción de subjetividad). Y allí, cuando el pobre explotado no tiene nada que perder, el uso de la violencia se torna derecho, porque el sistema impide de forma violenta la reproducción de la vida de las personas. ¿Por qué? Porque al sistema no se le convence; tiene el poder, el saber y las técnicas (jurídicas e institucionales) para autorreproducirse, y no cederá estas “tecnologías” porque ello entrañaría su muerte.
Y aquí es a donde quería llegar. La sociedad tiene derecho al uso de la violencia si el sistema no permite la reproducción material de la vida y por el contrario lo obstaculiza. Esto podría tener relación con lo dicho por Hobbes: la sociedad tiene derecho a rebelarse si el Estado no cumple con su papel de preservar la vida de las personas o bien las pone en riesgo inminente. Claro que Hobbes no llega a tanto. Aquí me parece que el tema adquiere mayores dimensiones con Marx, para quien el capitalismo es violencia por naturaleza y la única forma de salir de ella es a través de la transformación del modo de producción. Claro que dicha transformación implica el uso de la violencia que es considerada, desde una perspectiva liberal, como algo injustificable y sancionable. Pero regreso: esto último no es sino un supuesto ideológico que tiende al mantenimiento de un estado de las cosas, un estado generalizado de violencia en tanto que pone en riesgo la vida de las personas.
¿Cuál es el problema? Que no consideramos el estado de las cosas, nuestro mundo de relaciones, como formas violentas. Liberalismo y neoliberalismo (primos/hermanos) han normalizado la pobreza y la explotación de modo tal que hemos aprendido a convivir con éstas pensándolas como naturales. Claro: cuando aparecen por ahí quienes dicen que eso no tiene nada de natural, que las cosas no tienen por qué ser así y que no lo serán, son vistos como delirantes, amargados, resentidos, promotores de la lucha de clases y demás imbecilidades. Pero el problema no es de creencia o de credibilidad, sino de atreverse a pensar por los caminos adecuados la realidad y la historia (o la realidad socio-histórica). Cuando se logra eso, es posible pensar que la injusticia es una forma de violencia que sólo puede ser combatida, en muchos casos, con violencia. Con ello regreso a la frase de Brecht:
Los clásicos no establecieron ningún principio que prohibiera matar, fueron los más compasivos de todos los hombres, pero veían ante sí enemigos de la humanidad que no era posible vencer mediante el convencimiento. Todo el afán de los clásicos estuvo dirigido a la creación de circunstancias en las que el matar ya no sea provechoso para nadie. Lucharon contra la violencia que abusa y contra la violencia que impide el movimiento. No vacilaron en oponer violencia a la violencia.
¿Cómo convencer a los dueños del capital y a los gobernantes de que cambien? ¿Acaso podemos llegar a un punto en que ya demostrada la injusticia de nuestro mundo de relaciones tomen una opción distinta? Frente a su voracidad, ¿tenemos el deber de ser éticos según lo entienden liberales/neoliberales/democratistas y renunciar a cambiar las cosas teniendo como horizonte la dignificación de la vida de todas las personas? Muchas veces, sólo con gestos violentos se puede romper con la violenta petrificación sistémica que hace de la vida algo indigno de ser vivido. La violencia, si bien es indeseable, tiene asideros éticos y políticos, ya sea desde una moralidad del poder (por ejemplo, desde la perspectiva de un Platón, un Hobbes o un Locke, que son parte de esa tradición que definiría como moralidad del poder, es decir, que justifican la violencia como acción institucional del Estado y la violencia social como parte de un orden natural) o desde una eticidad de la protesta (a la que pertenecen aquellos que revelan justamente el carácter violento de la estructura política y legal y contraponen violencia a la violencia), todo pasa por la óptica y la racionalidad de quienes la justifican.
Y es allí donde me parece que está la “novedad” del comunicado de los exmisteriosos desaparecedores. Entrecomillo lo de “novedad” porque es novedoso en un ámbito de naturalización extrema de las relaciones sociales en el capitalismo, donde la violencia ha sido puesta fuera del alcance de quienes la padecen en primera instancia de forma ideológica, una violencia que afecta a la conciencia, uniformándola, haciéndola incapaz de contraponer fuerza a las estructuras que imposibilitan el libre desarrollo de la vida de las personas. La sociedad ha aceptado “libremente” la imposición de ciertas formas de relación; las ha asimilado como mecanismos naturales de relación hasta que éstas son percibidas como las únicas posibles. Pero además pone en juicio una de las ficciones generadas por el triunfo del liberalismo, que es la idea de que la violencia de abajo hacia arriba es innecesaria e injustificada en tanto que tenemos hoy mejores vehículos para desde el sistema modificar la realidad social, como el diálogo y el convencimiento, lo que si bien resulta deseable sólo es posible en situaciones de equidad no sólo en términos jurídicos y políticos, sino económicos.
Y bueno, ¿para qué tanto rollo? Va en lo siquiente: ¿qué podríamos desear para un criminal de la talla de Diego Fernández de Cevallos? El encierro, como a cualquier otro criminal? Claro que para eso hay instituciones y marcos jurídicos y constitucionales. Pero, ¿qué pasa cuando el “estado de derecho” funciona para proteger a estos altos criminales? Porque algo es seguro: Fernández de Ceballos nunca mirará una cárcel por dentro. Y no sólo éste, sino muchos otros políticos que se sirven del poder cedido en contra de la vida de las personas que lo cedieron. Cuando la aplicación del derecho es injusto, ¿qué hacer? Cuando el pueblo pierde su soberanía y se convierte en medio de satisfacción de quien detenta el poder político, es decir: cuando el pueblo pierde el poder y quien se instala en su lugar no puede ser convencido (según razones) o persuadido (según emociones), ¿qué debe hacer el “pueblo”? Vamos, reitero: la violencia, como hemos visto, tiene asideros éticos y políticos, pero estos no operan o no deberían hacerlo sólo de un lado. Cuando el pueblo es desprovisto del poder y bien su poder (cedido mediante el voto) funciona contra el pueblo, éticamente y políticamente también es suyo el derecho a usar la violencia. ¿Es deseable? No. Pero ética y políticamente queda justificado. ¿En verdad? Me parece que sí y me parece que lo es más allá de lo que yo pueda sentir y pensar a propósito. Ese derecho no lo define el teórico, el gobernante ni el empresario, sino aquellos que se encuentran en esa condición de pobreza y explotación.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El problema de justificar la violencia estriba en que, en una sociedad tan compleja como la nuestra, existen muy diversas maneras de pensar, a veces francamente opuestas. ¿Quién entonces va a decidir cuándo es legítima la violencia y contra quién? No existe una objetividad absoluta ni una ética universal, por lo tanto cada grupo entendería que es legítimo el uso de la violencia para imponer su punto de vista y su ética. Tendríamos una escalada de violencia que nos conduciría a la barbarie. Yo creo que la única posibilidad que tiene un pueblo para contrarrestar los poderes institucionales y fácticos (que obran siempre en contra de él) consiste en organizarse y emprender presiones de diversos tipos: resistencia, desobediencia, boicots, etc. En las condiciones actuales, esta organización es posible, creo yo, sólo mediante la acción de un líder (si quieren llamarlo caudillo para etiquetarlo, pos háganlo, pero lo fundamental permanece). Por eso me parece importante apoyar el movimiento de AMLO. Muchos no lo quieren por autoritario, por caudillo, por soberbio o por lo que sea, pero creo que si su poder radica en el apoyo que le da la gente (la menos manipulada, por cierto), entonces de llegar al poder institucional, cualquier abuso sería sancionado por el pueblo que lo habría llevado al poder en contra de la propia mafia que actualmente lo detenta.

@dredgom