Una persona que en el mundo actual se define ideológicamente “como de izquierda” enfrenta momentos difíciles. La naturalización del modelo democrático neoliberal no da chance para más: si eres parte de aquella “vieja izquierda” te pones en tal situación que terminas anatemizado por los poderosos discursos (pos)modernizadores y normalizadores de la izquierda. ¿Cuáles son estos discursos? Esos que en aras de una racionalidad dialogante y moderada caen en una suerte de “tercerismo ambiguo”; esos que hacen eco al dictamen posmoderno/neoliberal del fin de las ideologías. Son aquellos que cayendo en el peor de los positivismos (realismo histórico) se han ido con la finta de la historiografía hegemónica que reduce al socialismo a un proyecto imposible y que por tanto descartan la teoría que lo sostiene y eliminan de ésta sus contenidos éticos (liberadores). Al hacer eso, desfondan la lucha política. ¿Por qué? Porque escinden lo político de lo social. Para decirlo de modo claro: desplazan lo social en la medida en que el “hoy” (lo político) así lo exige. El discurso (pos)modernizador y normalizador de la izquierda renuncia a la historicidad y a la utopía; totaliza el presente, se niega a cualquier teleología ético-racional (liberación) y nos entrega a la (in)certidumbre del mercado. La política es efímera. Y como ya no hay posibilidad de fundamentación ética, pues lo que queda es el eterno presente.
Ahora. ¿Es lo anterior necesariamente malo? No, a esa izquierda no se le puede negar su derecho a existir. De hecho su existencia es necesaria, en tiempos que juega de subalterno, como elemento crítico de las ortodoxias. Sin embargo, ortodoxia y radicalismo no son lo mismo. Por ejemplo: la izquierda que se auto-define como moderada hoy es hegemónica, tanto que una izquierda auténticamente radical (anti/poscapitalista) no tiene espacio para la interpelación. Ahí la izquierda moderada se hace ortodoxa. No recibe críticas. No incorpora democráticamente las voces subalternas del radicalismo (toda izquierda radical es estalinista).
Así, la izquierda en la actualidad se ha convertido en una mera denominación estratégica en torno al proyecto liberal. Allí hay una interpelación ética y filosófica válida. Desde mi perspectiva, la izquierda ha sido monopolizada por grupos y tribus que han abandonado la lucha social, quedándose en el ámbito de lo político. Vamos un poco más lejos: parece que para ser de izquierda en el ámbito de los partidos institucionales y los movimientos electorales se debe, previamente, haber abandonado el centro de su crítica y su reflexión: el capitalismo. Hoy por hoy los partidos y movimientos electorales autodenominados de izquierda se han convertido maquinarias electorales abandonando la acción con principios.
Todavía más. El problema es que la izquierda parece haber adoptado un síndrome similar al de la derecha: la idea de que el progreso humano basado en la libertad del mercado no es contradictorio y que como tal ya no es necesario pensar el fenómeno del capitalismo. Frente a la caída del muro y el fracaso del modelo soviético, han adoptado la tesis que dice que vivimos el mejor de los mundos posibles y que sólo en ése es posible perseverar. Se trataría, si acaso, de darle un rostro humano el capitalismo, lo que sólo es posible mediante la lucha política, que se reduce a la lucha por la democracia en el ámbito electoral. Sin temor a decirlo, pienso que se normaliza la resistencia social porque no hay otra arma que el voto. Hay una contradicción: pensar que de hecho la atenuación del conflicto político atenúa el conflicto social; el voto nos iguala a pobres, clasemedieros y ricos; a mujeres y hombres; a viejos y jóvenes; a enfermos y sanos, no importando que cuando regresamos a casa lo hacemos al mundo injusto de siempre.
Ahora, ¿qué significa ser parte de algún proyecto de izquierda? La respuesta se antoja subjetiva. En ese sentido no puedo hacer que mi posición sea definitiva. Tenemos que hablar de izquierdas y no de izquierda. Sin embargo, a pesar de la variación en cuanto a medios, todas las izquierdas tiene algo que las comunica: el grado de conciencia de que el capitalismo es contradictorio con los mismos propios principios emanados en la modernidad y que por tanto allí no hay futuro digno. No importa si eres de una izquierda radical o moderada, el capitalismo es simple y llanamente inaceptable.
Ahora: admito que no es un problema de voluntad. La voluntad de cambiar la realidad, si bien es necesaria, no es suficiente. En ese sentido, hacerse un poco pragmático me parece comprensible. No es cuestión de mera sobrevivencia, sino de “lograr ciertas cosas”. Si bien no puedo por mera voluntad cambiar el sistema, ello no quiere decir que no pueda oponerme a él y, en sus intersticios, “ganar algo”: derechos para aquellos que han sido excluidos de la comunidad política, del pacto, del contrato, como quieran llamarle. Eso es aprovechar el régimen político democrático-liberal que, en tanto falla (a manera de intersticio) en el capitalismo, permite hacer del proceso de reforma un vehículo para “ganar cosas”. El problema es que esa ganancia, si bien es meritoria, no resuelve el problema fundamental: lo social. Son conquistas, claro está. Hay que caminar por allí, pero eso no implica la renuncia a resolver el problema social ni expulsar o anatemizar a un sector de la izquierda acusándola de transnochada, vieja, arcaica, totalitaria. ¿Por qué no se dialoga con esa izquierda? De nuevo el realismo político: dialogar con ella no deja políticamente. En el cálculo electoral resta.
En conclusión: para ser de izquierda se necesita serlo efectivamente y no por mera denominación. La izquierda es un proyecto político en sí mismo. Es una visión de la historia, de la cultura y el arte. En tiempos complicados, ser de izquierda implica usar un cierto nivel de racionalidad estratégica para conquistar derechos en espera de tiempos mejores (espera activa porque la transformación no llega sola). Eso es una izquierda pragmática. Sin embargo, lo que tenemos hoy en México es una izquierda que se define como tal ante el vacío ideológico al que nos arroja la naturalización del liberalismo. Para decirlo: no hay proyecto de izquierda sino un voluntarismo desordenado y pragmático (en sentido peyorativo) que no logra articular una verdadera crítica y que en aras de ganar votos pierde todo lo demás.
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